Dejé de fumar hace casi dos años. MI dependencia hacia el cigarro data de hace muchos, pero muchos años. Hoy todavía no sé cómo fue posible dejarlo. Aún ahora cuando estoy escribiendo, leyendo, después de hacer el amor y en muchísimas otras circunstancias, extraño el cigarro. Sueño con él como si de un amor imposible se tratara. El cigarro ha sido mi compañero de aventuras y de desdichas, de conquistas y de frustaciones, de alegrías y de dolores. Siempre estuvo conmigo. ¿Que si he sentido mejoría en mi salud por haberlo dejado? No, rotundamente no. Supongo que es porque no hago nada de ejercicio pero es que esta sociedad de la salud me enferma. Los hombres fuertes, deportistas, las mujeres relucientes de salud, a las que aún después de dos o tres horas se les ve la bicicleta en la cara, realmente me parecen no solamente aburridas (os) sino patéticas. Aquí dejo un ensayo que escribí para la revista Bon Vivant sobre el habano, ese placer de dioses.
El Habano
“Hoja india, consuelo de meditabundos
Deleite de los soñadores arquitectos del aire”
Martí
Hacia el otoño de 1492, el Almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón, se topó con el milagro del tabaco. Fue, por cierto, al enviar desde Gibara (bahía del nororiente cubano) a Don Luis de Torres y a Don Rodrigo Jerez, doce leguas más allá del litoral. Con ello, Colón convertiría a Don Rodrigo en el primer europeo en “echar fumaradas”, y en la primera víctima de la incomprensión de tan deleitable y excepcional placer, pues cuenta la leyenda que al regresar Don Rodrigo a su natal pueblo de Ayamonte resultaría procesado por la Inquisición, bajo cargos de endemoniado.
Colón, menos contaminado por el estrabismo religioso hubo entonces de anotar en su diario: “hallaron los dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaba a sus pueblos, mujeres y hombres, con un tizón en la mano, yerbas para tomar sus sahumerios que acostumbraban”. Desde luego, Colón ya había conocido la bienaventurada hoja en las islas Lucayas, a modo de ofrenda. En la Española fue, sin duda, donde se produjo aquel encuentro portentoso: el de la hoja de los sahumerios y las ensoñaciones, de la farmacopea y la liturgia, ésa que se universalizaría con el nombre de tabaco.
Cuántos amoríos y decepciones, cuántos inauditos esfuerzos por esas hojas que hoy llegan a nuestros labios para deleitarnos con sus ensoñaciones, con su magia; cuántas historias se han elaborado detrás de ese “preciado instante sublime y tan fugaz”, como le llamó Stendhal y que se siguen entrecruzando con su desconcertante placer desde entonces, a través de la gramática de esa “hoja india” con la que pudo ser rescatado el Obispo Altamirano de las manos del malhadado pirata Girón y de la que Zino Davidoff pudo decir que a los veinte años ya se había prendado “de las mareas vegetales” cubanas. Es cierto que una vez que el cigarro cubano cruzó el mar, éste se convirtió en un privilegio de la nobleza, pero su estirpe era su destino. En Yucatán constituía un derecho reservado a reyes y sacerdotes porque ese humo mágico era el acceso privado hacia los poderes invisibles. Y en Cuba, su cultivo, más arte que trabajo, era ocupación de los hombres libres. A la planta de tabaco hay que tratarla como si fuera una delicada dama, había dicho Martí. Y tal era su éxito que en 1859 se podían contar 10,000 vegas o plantíos de tabaco y en la capital más de 1,300 fábricas de habanos, que los poderosos del mundo entero mantenían en Cuba misiones que pudieran seleccionar las mejores hojas y cuidar la maduración de cinco a diez mil piezas.
Delicado, decisivo, importante es el momento de la elección, donde el Habano constituye siempre un acontecimiento. Pero si la elección es casi una filosofía ya que es como sumergirse en el fondo de uno mismo, el encendido y disfrute del Habano requiere de recogimiento y de reflexión. No se puede fumar cualquier cigarro, ni se debe hacerlo en cualquier lugar. La armonía, como decían los filósofos, es uno de los bienes más preciados del placer y éste sólo se logra si todo está en consonancia: estado de ánimo, ambiente, costumbres y adecuado al acompañamiento. La resonancia de una gran comida, de un vino excepcional no puede mezclarse con cualquier tabaco. Los placeres del cigarro son complementarios, pero no se comparten. El Habano, especialmente, es como el amor, siempre lento, pausado, cauteloso, suave y delicado para alcanzar lo sublime.
En Cuba, desde luego que en Cuba, porque los grandes fumadores desde siempre habían descubierto las enormes cualidades del mantillo irremplazable de la isla, de su geología, de sus vientos, de sus aguas, de sus humores secretos que recorren su geografía y su propia historia: la selección de la tierra, la siembra de la semilla, el germinado, la plantación, el cuidado eucarístico, la recolección y el ensarte, ese furtivo amorío entre el “tabaco tapado” y el del “sol ensartado”; más tarde, ya desecadas las hojas multicolores viene la “curación” y, como extraído de sagas de antaño: “el beneficio” donde se selecciona, clasifica y beneficia una a una las hojas del tabaco “tapado”, el “de sol” y el Virginia o Rubio, hojas rociadas de color, textura, espesor, longitud y que transformadas en maravillosos habanos, con una simple voluta azul nos regalan tiempos, ritmos y espacios olvidados por nuestros sentidos. “Todo fumador de cigarros es un amigo, escribió Musset, porque sé cómo se siente”.
Las hojas del tabaco se cultiva en grandes extensiones del territorio cubano, pero la región que produce las mejores hojas es Vuelta Abajo, en la provincia de Pinar del Río. Cada vega de Vuelta Abajo, posee sus características, las hojas más buscadas crecen en los municipios de San Luis y San Juan y Martínez, cuyo subsuelo arenoso parece más la urdimbre de la magia y del encuentro entre cielo y tierra. Vuelta Abajo es la cuna de los mejores tabacos, de los cigarros más importantes. En sus cercanías, en Semi Vuelta, se produce una hoja quizá más cargada pero sin el bouquet de sus cercanas vecinas. Las otras regiones como Partido (tierra roja), Remedios (en el centro de la Isla) y Oriente, son también de alta calidad pero ninguna como la de Vuelta Abajo, tierra de magia, sagrada, que cualquier fumador debe conocer.
La variedad de habanos es enorme: Los robustos Cohiba, los especiales Trinidad de mistérica ligada, los exquisitos y elitistas Vegas Robaina, los conocidos Montecristo, los oscuros y agradables Cuaba que sobresalen por su extraña forma en punta por los dos extremos, los reconocidos Romeo y Julieta por su aroma extremadamente peculiar, los de aroma y sabor medio fuerte Partagás, los Punch de mediano sabor, los Hoyo de Monterrey de tabacos de nueva generación, más esponjosos, con gran tiro y de aroma y sabor muy en su punto, los famosos Bolívar de hojas cuyo carácter simbolizan la enérgica personalidad del libertado, los Habanos La Gloria Cubana con tabacos bien presentados de sabores que van del suave medio al medio fuerte, los clásicos habanos muy fuertes H. Upmann de capa más madura y con un toque dulce y picante y los Habanos para fumadores verdaderamente experimentados: El Rey del Mundo. Pero también existen los excepcionales Rafael González que aún en anticuado inglés dice: “Estos cigarros se han hecho según mezcla secreta de tabacos puros de Vuelta Abajo, seleccionados por los marqueses Rafael González, Grandes de España”, los Saint Luis Rey, los Sancho Panza, los Ramón Allanes, los Quai D’Orsay, los Fonseca, los Habanos de La Flor de Cano, los Troya, los Quintero y Hno., Los Statos de Luxe, los cigarros de La Belinda, así como los de la Hija de Cabañas y Carbajal y, finalmente, los insuperables Habanos de La Corona, de tabacos de gran calidad, gran formato y bellas habilitaciones, cuyas extensas vitolas en cada una de las marcas nos hacen recordar que su función era la de mantener la capa exterior del cigarro, proteger los delicados dedos del fumador y dar el distintivo, el blasón, y el honor de representar la excelencia del producto. Para los amantes del Habano, cada una de las marcas aquí referidas posee un estilo y personalidad propias, sus distintivos, sus decoraciones, sus colores exteriores e interiores, su ambientación, todas ellas siempre rodeadas de historia y tradición, en una combinación artística y sabia de diferentes cosechas.
El Habano tiene la enorme virtud, muy por encima de otros cigarros, de vivir. En los primeros años ellos depositan sobre la capa finas gotitas de aceite que algunos les llaman la “flor del cigarro”. De igual manera, los depósitos, esas famosas cajas que son como la encarnación de las leyes de conservación de cada uno de los distintos Habanos, por lo que un buen Habano bien cuidado puede conservarse durante quince años sin perder sus cualidades, antes bien, van madurando, como el vino: fresco, reposado o maduro. Dice Davidoff: “Un buen Habano, bien tratado, es capaz de desafiar al tiempo”.
Recuerdo que aproximadamente hace dos años fui a la isla caribeña. El Morro, la Habana Vieja, el Malecón, calles otrora dignísimas que, a pesar del enorme deterioro, perviven en sus edificios y casa un aire de otro tiempo, un inmutable sentido de la generosidad y de la bonhomía. Me dirigí de inmediato a la Casa del Habano por las promesas que de ella me habían llegado hasta mi país y ahí, en mi presencia me armaron un excepcional cigarro: fresco como la sonrisa de la mujer que con sus manos me fue narrando una historia de las distintas hojas con las que envolvía y torcía el Habano: ¡Dios, de dioses! Sí existe el placer, ése fue el de la primera bocanada, la primera voluta azul de humo que mi boca aspiró y exhaló. Ahí evoqué aquellos versos de García Lorca: “Con la cabeza rubia de Fonseca/ iré a Santiago./ Con el rosal de Romeo y Julieta/ iré a Santiago”, así que si Usted se precia de ser un Bon Vivant, o quiere llegar a serlo, no dude en acompañar su vida con el milagro de las nupcias entre cielo y tierra, dioses y mortales: el Habano
Bibliografía utilizada: Davidoff, Zino, El Libro del buen fumador de habanos, Ed. Del Cotal, 1979 y CD Habano, Cedisac, Habanos S.A. Cuba, 1998.
Y un poco para dejar pasar los estilos y saberse simplemente un buen mortal que gusta de sabores y saberes y no es un mamón de siete suelas, aquí dejo constancia de lo que no podemos ser:
Lo que no es un Bon vivant
Confieso que siempre he tenido prevención contra el exceso de refinamiento. Por ejemplo, siempre recuerdo aquella historia que narraba que la princesita del cuento notaba la dureza del pequeño frijolito a través de treinta y tres colchones y de ello se deducía en la piadosa leyenda su sangre azul: por mi parte, cada vez que me la contaron invariablemente diagnostiqué que se trataba de una histérica insoportable. El mundo, ya lo sabemos, está lleno de princesitas y principitos no menos quisquillosos, que tienden a confundir la hiperestesia con la exquisitez. Hay en los melindres del buen gusto algo como cierta deficiencia de vitalidad: se elige más porque se desea menos. Cuando alguien sienta demasiado agresivamente plaza de “entendido” en determinados placeres, puede apostarse que es porque nunca ha gozado del todo con ellos y eso le ha permitido verlos desde fuera. El apasionamiento por algo siempre ciega en mayor o en menor medida y el deseo de conseguir lo que nos encandila es tan fuerte que no da ocasión para atender tanto a la marca como al producto.
Por supuesto, cuando uno es auténticamente aficionado a algo aprecia en ello las diferencias de calidad y disfruta con cada matiz de perfección: pero ningún auténtico amigo del vino renuncia a paladear un peleón porque no es Pommard, ningún buen fumador de puros retrocederá ante un “montecristo” como muestra de nostalgia por los “Davidoff, ningún lector voraz con horas por delante y sin otra que leer a mano rechazará hojear una novela de Helena Poniatowska sencillamente por cuestiones de principio literario. En lo que amamos de veras siempre puede descubrirse un aspecto que complazca y aun la manifestación ínfima de lo amado es preferible a su ausencia pura y simple.
Por lo demás, hay quien es desdeñoso porque cree que es algo superior desaprobar que aceptar y en eso está irremediablemente equivocado. El entusiasmo se prepara por medio de pequeños favores parciales y quien es demasiado apto para descubrir lo que falla rara vez logra entregarse con auténtica espontaneidad a lo que en cada cosa hay de intachable. Y además el mal gusto contribuye a independizarnos, pues se despreocupa de los cánones establecidos y respetables: ni se deja convencer por los expertos ni tampoco pretende hacer prosélitos.
El exquisito siempre está enpresencia de un senado al que tiene que obedecer o deslumbrar y pierde con frecuencia el substancial “qué” por el discutible y convencional “cómo”. Vivimos una época de predominio de los críticos sobre los artistas, de esclavitud de los goces a los comentarios que los acompañan y recomiendan. La calidad de lo que se ofrece a nuestros deseos no mejora, pero cada vez es más fácil engañarnos. Quien inventó las etiquetas para legitimar los productos fue el padre de todos los falsificadores; quien firmó por primera vez una obra de arte sometió la belleza al control de origen. Hoy las cosas ya han ido tan lejos por este camino enajenador que quizá la única prueba fiable de buen gusto sea renunciar conscientemente a las exhibiciones y desdenes que el buen gusto tiene.
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