Agregaré otro ensayo ¿A dónde voy? ¿Hay que ir a alguna parte siempre, necesariamente? Este es el problema de nuestro tiempo, tener siempre un destino porque ya estás destinado. De otra manera eres sospechoso, una persona incierta. Estoy hasta la madre de todo esto, el mundo contemporáneo me parece fascinante pero sus pejuicios se han acrecentado exponencialmente a la altura del avance tecnológico. Pareciera que debiera ser al revés, pero no. Ahora estamos en la edad oscura, la de la tiranía sin tirano.
¿Dónde estabas Dios?
Aunque Dios – o sea la idea de algo eterno, trascendente e inmutable – fuera el principio del ser en la metafísica de Aristóteles y en toda la tradición que le sigue, no es, sin embargo, el principio en que formalmente se instaura el fundamento de la ciencia metafísica, como tal ciencia. Sin embargo, el principio de la metafísica de Aristóteles, esto es, el principio de no contradicción ¿podrá ser adecuado y suficiente para un tratamiento científico de los entes, en tanto que son y como son, sin necesidad de la tradicional apelación al Ser divino?
Es de sobra conocido el pasaje del Libro Gama de la Metafísica en que Aristóteles formula esta cuestión del fundamento y el pasaje correspondiente al libro K en que la reitera. Hay una ciencia que estudia el ser en tanto que ser. El objeto primero de esta ciencia universal y principal son los axiomas ontológicos, porque ellos se aplican a todo lo que es, y porque son axiomas de lo que es en tanto que es. Y recalca Aristóteles, para que no quepa duda al respecto, ni de la fuerza de su evidencia, ni del carácter con que se incorpora a la ciencia, es decir, que el principio que el filósofo del ser debe captar no es una hipótesis, o un supuesto, sino un principio en sentido estricto, “el más firme de todos”: “Es imposible que un mismo atributo pertenezca y no pertenezca al mismo tiempo a la misma cosa y en el mismo sentido”(1005b) y: “Es imposible que la misma cosa sea y no sea al mismo tiempo” (1062ª
Como ya dijimos, después de los preliminares tan cuidadosos con los que despliega Aristóteles antes de formular este principio, era de esperarse que el principio supremo del ser, y por ello de la ciencia ontológica, aclarase por fin qué es el ser y resulta que del ser este principio no nos dice nada. De hecho, al ser lo da ya por supuesto. El axioma ontológico no ofrece una evidencia primera del ser mismo; se supone que esta evidencia se ha logrado anteriormente, de una manera u otra y que esta manera ha sido suficiente para constituir nada menos que el sujeto mismo de la proposición en que se formula el principio: el ente.
No nos parece que un principio se apoye en unos supuestos tácitos, si ha de ser un verdadero principio. Pero el axioma de no contradicción, aparte de que presupone la evidencia apodíctica del ser, involucra nada menos que tres supuestos diferentes: El supuesto ontológico de la identidad (la mismidad de la cosa); El supuesto ontológico de la temporalidad (al mismo tiempo); Y el supuesto lógico de la univocidad (en el mismo sentido). La tradición aristotélica se ha esforzado en destruir las aporías que el propio Aristóteles señalaba. El afán de presentar su pensamiento como una estructura completa y sistemática ha logrado ocultar y evadir sus dificultades y contradicciones.
Por otro lado, el esfuerzo moderno de elaborar una nueva metafísica que se liberase de aquella tradición ha mantenido el equívoco e incluso ha desviado a la crítica de la metafísica de sus objetivos finales. Porque las dificultades con que tropieza Aristóteles no son atribuibles a una particular deficiencia de su pensamiento; por el contrario, se reproducen en la metafísica moderna y son atribuibles al planteamiento original de la cuestión y su misma persistencia es el indicio más patente de esa uniformidad fundamental que descubrimos en la tradición histórica de la metafísica. Aristóteles distingue varias clases de sustancia pero no define lo que es la sustancia, pero ¿Acaso la define Descartes? Este nos dice que hay dos substancias, pero lo que sea ser substancia ¿acaso lo explica mejor que Spinoza? Podemos tomar a la Etica como modelo, y lo es, muy significativamente, por su perfecta construcción formal y porque ilustra el vano empeño de razonar en metafísica more mathematico. En el comienzo mismo de la obra, la tercera definición que propone Spinoza trata precisamente de la substancia: “Per substantiam intelligo id, quod in se est, et per se concipitur”. (Entiendo por substancia aquello..., Etica, p. 27)
Pero esta definición ¿define verdaderamente algo? Con el ánimo perplejo, echamos la mirada en torno y avistamos las cosas que nos rodean para descubrir alguna que responda a ese requerimiento doble, esto es, de ser en sí y ser concebida por sí misma. Previendo acaso el resultado de esta inspección, Spinoza añade en seguida algunas palabras aclaratorias: “hoc est id, cujus conceptus non indiget conceptu alterius rei” (Ibidem). Pero este complemento lógico sería superfluo si la proposición ontológica anterior hubiera sido realmente apofántica y definitoria y puesto que no lo era, tampoco puede resultarlo ahora gracias a la aclaración. Por el contrario, la frase complementaria revela precisamente que no es posible definir la substancia: “aquello cuyo concepto no requiere el concepto de otra cosa” es aquello que no puede definirse porque carece de otro concepto superior, no porque no lo requiera. Todos los metafísicos han intentado asimilar este concepto de ser substancial, que resulta tan vacío por razón de su propia universalidad, con otro concepto que tuviera un contenido determinado; un concepto que fuera equiparable en rango ontológico al concepto de ser y que compensara precisamente con ese rango su falta de universalidad; en suma, el concepto de Dios. Sin Dios, la teoría de metafísica del ser substancial carece de sentido.
Pero el resultado epistemológico que se logra con esa articulación de conceptos que prepara el remate de la teoría aristotélica no tiene mucha firmeza. La singularidad ontológica del Ser supremo es más bien un problema que una solución. En otras palabras, el concepto de un ser substancial trascendente puede salvar teóricamente la noción de substancia en general, porque es un concepto claro, pero no es apofántico: es un remate obligado de la construcción teórica, pero no hace patente una realidad como el concepto de ente, y por tanto, no puede resolver, retrospectivamente, el conocimiento de los entes mismos que lo postulan como principio. Según ya hemos visto, Aristóteles la esencia de las cosas y la causa de las cosas están indisolublemente vinculadas, justo porque el conocimiento de las causas es verdadero y seguro. Siendo esto así, tenemos que el orden de las causas, lo mismo en el ser que en el devenir, remite a la causa primera, no causada, originaria de todas las demás. La imposibilidad de un regreso al infinito postula esta idea de una causa trascendente, de un primer motor, de una realidad ulterior y anterior, en suma de argé, en el doble sentido del término, que significa lo primero y lo principal.
El principio del ser, porque es cualificable mediante atributos determinables e inteligibles, substituye eficazmente el concepto indefinible de ser; repara con ello la perplejidad que causa la vaciedad del concepto de ser y la necesidad formal de que sea unívoco y la otra necesidad impuesta por la experiencia, de emplearlo en diferentes sentidos. Esta perfección formal no soslaya la falla interna de la subsistencia de que el concepto de ser es más universal que el concepto de Dios, mientras que Dios es el principio del ser y el que permite explicarlo, este es un círculo que no puede romperse con metáforas.
La otra posibilidad de conciliación se dará con Spinoza, la cual consistirá en equiparar los conceptos de ser, substancia y existencia; esto implica que el principio de las cosas esté presente en las cosas mismas; que los tres atributos aristotélicos del principio, esto es: eternidad, trascendencia e inmutabilidad, queden reducidos a dos. Eliminando la trascendencia nos queda que sea eterno e inmutable, lo cual quiere decir que la totalidad del ser sea su propio principio y que este principio significa solamente el fundamento y no el origen. En suma, esto es el panteísmo y la Etica de Spinoza lo representa de modo ejemplar: en la proposición XVIII nos dice: Deus est omnium rerum causa inmanens. P.54 Y no le basta a Spinoza decir que Dios es la causa inmanente de todas las cosas, sino que añade “non vero trasiens” (no es transitiva), como para recalcar que la idea central de la proposición no está en el concepto de causalidad sino en el del inmanencia con el cual evita el escollo de la creación, idea fronteriza entre la metafísica y la teología.
La conjunción entre las nociones de substancia y causa, forzada por el substancialismo aristotélico, aquí se presenta como unidad: Dios no solamente es causa de las cosas, en tanto que ellas son, sino que además es causa de su modo esencial de ser (Proposición XXV, p. 60). El principio del ser ya no necesita ser común a todas las substancias puesto que no hay más que una sola substancia (Proposición XIV, p. 43). Las diversas substancias pasan a ser modos de la substancia única y los accidentes se conciben como atributos; finalmente, al suprimirse la trascendencia de Dios, se suprime también aquella noción de un origen temporal de la realidad, la cual pugnaba con la intemporalidad del ser substancial. La existencia no puede concebirse temporalmente (Explicación VIII, p. 28.). Lo cual es exactamente contrario a lo que entiende la metafísica contemporánea (Heidegger).
El problema de explicar el orden temporal por el orden eterno que él mismo postula, desaparece ahora por completo, porque la misma existencia temporal está integrada ya en lo eterno y no depende de lo eterno Proposición XIX, p. 55. Con lo cual tampoco resuelve el problema pues queda sin explicar el modo operativo por el cual pueda Dios, como causa inmanente a las cosas, producirlas a ellas en su esencia y su existencia, es decir, eliminada la dificultad de la causa como principio originario, subsiste la dificultad del principio intrínseco. Y esta eternidad de Dios, es decir, de todos los atributos, deriva lógicamente de lo que Spinoza había establecido ya en sus definiciones iniciales en las cuales quedaron asimiladas la eternidad y la existencia: Per aeternitatem intelligo ipsam existentiam (Por eternidad entiendo la existencia misma).
El esquema es perfecto pero subsiste el problema inicial: no queda explicado qué sea el ser. Más aún, qué es el ser del ente individual, qué es la existencia humana, la libertad de acción y el proceso de la historia, siguen reclamando su debida justificación metafísica. Por esto y a pesar de la similitud del esquema teórico de Spinoza y de Hegel, la cual permitiría considerar al primero como un antecedente inequívoco del segundo, existe entre los dos una oposición radical. Volver a las cosas, metafísicamente hablando significa organizar un sistema de categorías ontológicas, fundamento de los órdenes lógicos correspondientes. En verdad esto es lo que han hecho todos los metafísicos. Pero vuelven a las cosas manteniendo de todas formas el principio de identidad. El problema radica en que se pretende la conciliación entre el principio que se emplea para conocer la realidad y la realidad misma que lo desmiente.
Para que pudiera servirnos el principio, éste ha de ser absoluto, es decir, válido, universal y necesario, y para que sea absoluto ha de ser puramente formal, pero al ser puramente formal entonces ya no nos sirve como principio. Parece pues que ha llegado el momento de convencernos de que no hay una ciencia del ser como tal. Si esto ha de ser la metafísica, entonces la metafísica no es posible. Hay muchas cosas que han terminado en nuestros días; terminado, aunque aparentemente prosigan, porque la rutina les presta una pervivencia artificial. Y una de ellas es la ciencia del ser en cuanto ser.
Porque ¿No está bien claro que nunca podremos decir qué es ser? Es un hecho que la metafísica no ha logrado constituirse, en toda su historia, como una ciencia legítima del ser: o se ha ocupado del principio de la existencia o se ha ocupado de la existencia misma: Hegel, Heidegger, etc. No obstante, hay que decirlo, el hecho de que un problema no tenga solución no significa que sea ilegítimo plantearlo, pero ha de plantearse correctamente. Lo que hicieron los medievales, guiados por el maestro Aristóteles fue unir el problema del ser con el problema del principio, lo cual trajo como consecuencia que se empezara a hablar de Dios.
Pero la metafísica tradicional no ha quedado invalidada porque hubiera planteado la cuestión del principio como Dios cuando trataba de resolver el problema del ser, sino porque se concibió a sí misma como ciencia del ser; para ello tuvo que distinguir entre ser y realidad, tenía que desdeñar la realidad y, paradójicamente, acabar claudicando y recurriendo a esa misma realidad para explicar en qué consistía eso de existir.
Ahora bien, podríamos parodiar el dicho y decir que todos los caminos de la metafísica llevan a Dios. Pues Dios, en esta ciencia, no ha sido más que el símbolo conceptual con el que se ha representado el principio necesario que la realidad postula por su propia contingencia. En el libro de la Metafísica dice Aristóteles “pues todas las causas son principios” y el orden de las causas o principios refiere necesariamente a la causa principal, o sea el principio de todos los principios. Y no es exclusiva de una concepción causal de la realidad esta necesidad de una referencia a Dios (por lo cual hubiera caído en descrédito la metafísica, en tanto que ciencia o episteme), sino por una necesidad de carácter estrictamente teorética. El anhelo de conocer el principio de todo lo que es, y que todo lo gobierna, adopta en los hombres formas de expresión tan diversas como lo pueden ser sus caracteres y vocaciones, por ello no es extraño que estas formas coexistan y que se confundan incluso en el mismo autor y en una misma obra.
La fe religiosa al parecer, sería una posesión de Dios suficiente ¿qué necesidad tendría ella de buscar apoyo del entendimiento? La fórmula de San Anselmo que dice que “la fe quiere el intelecto” puede servir de divisa para toda la metafísica escolástica. Pero también el entendimiento, siguiendo sus propios caminos, tropieza con el problema que la fe puede ya tener resuelto. La necesidad de resolverlo es tan radicalmente constitutiva de nuestro ser, que no le basta la fe, cuando la tiene, y a pesar de que pudiera sentirse en ella seguro, se afana el hombre también por ratificarla con el entendimiento y no acepta que éste permanezca en duda.
Platón, decía en el Teeteto (176ª) que el bien tiene siempre su contrario y que por eso debemos vivir evadiéndonos de la vida: la evasión consiste en asimilarse a Dios (omóiosis teo) en la medida de lo posible, y esto puede lograrlo el hombre haciéndose justo y piadoso. Análogo sentido tiene el argumento del Proslógion, en el cual San Anselmo demuestra a priori la existencia de Dios, con sumo rigor de técnica lógica, pero por una necesidad que no es lógica sino vital. La conjunción de estos dos factores, vitales y teóricos, en el empleo que ha tenido en metafísica la idea de Dios, determinó a su vez la conjunción de sus contrarios respectivos, cuando se inició el descrédito de la metafísica. De una parte, se adujeron desde el siglo XVIII razones de índole estrictamente técnica para invalidar aquella idea y afirmar la convicción de que al entendimiento humano le está vedado emplearla como concepto, es decir, como representación intelectual de una realidad efectivamente asequible por esta vía. De otra parte, se coaligaron oscuramente con estas razones técnicas, y por ello mismo, neutras, otras que ya no eran neutrales, razones de sentimiento vital y de ideología, con rasgos netamente antirreligiosos
Ya en estos preliminares se da un paso decisivo para la tradición metafísica: la ocultación del ser en sí. El conocimiento primario del ser en Aristóteles no es apodíctico en sentido literal, como ya no lo era en Platón. Así nos dice que la substancia o naturaleza esencial no puede mostrarse señalando la cosa con el dedo, o simplemente percibiéndola. El conocimiento esencial es el que toma la forma lógica de una proposición universal y afirmativa y se llama definición. Pero con esto regresamos al punto de partida y queda cerrado el círculo: la metafísica es la ciencia del ser en cuanto ser, pero este objeto de la ciencia primera es indefinible.
Entonces se dice que el ser en su sentido primario, significa la sustancia, pero esto presupone la existencia de algo que es también, aunque no en un sentido primario, o sea lo particular y accidental. Así, la ciencia de la substancia es, para Aristóteles, es ciencia de lo universal, pero la substancia misma no es ella, universal, sino concreta (to synolon); sin embargo, no puede aprehenderse mediante el conocimiento particular, como los accidentes concretos y perceptibles. El ser en sentido primario y eminente no envuelve todo lo que es, y la ciencia que se ocupa del ser de los entes (del ser en sí, no del ser en cuanto tal) no puede versar sobre aquello que es más patente en el ente, o sea, los llamados accidentes; los cuales se reconoce que existen, pero de los cuales se afirma que no hay ciencia. El ser como esencia o como sustancia, se ha separado de la existencia y la metafísica se constituye de hecho como ciencia de las esencias y no de las existencias mismas de las que no puede enteramente prescindir. ¿A qué hemos llegado? Hemos llegado a una ciencia del ser oculto, velado por su propia apariencia y presencia. Por otro lado, para Aristóteles la substancia tampoco es universal en el sentido de unitaria o común y uniforme. Distingue Aristóteles tres tipos o categorías de substancia: la sensible, que se subdivide en eterna y perecedera y la inmutable; de la primera se ocupa la física pero ¿y de la otra? Tiene que haber una ciencia para ella distinta a la física.
El problema radica en encontrar esta argé koiné, este principio común a las substancias. ¿cuál podría ser este argé del cual derivan todas las cosas? Ante esto, Aristóteles exclama ¿cómo puede haber orden en el universo “si no existe algo eterno y separado e inmutable? (K II, 1060ª). La derivación hacia Dios resulta inevitable y con esto se cierra nuevamente el círculo: partiendo del principio (concepto de ser) hubo que descender hacia las cosas, las cuales postulan un principio, pero no lo ofrecen; y, partiendo de las cosas mismas, hemos de remontarnos al principio, pero este principio, más que metafísico en rigor, es ya extrametafísico, o sea, teológico.
En efecto, el ser, como concepto universal, se dice de todo lo que es, es lo común a todos, pero ¿en qué consiste? Esta pregunta ya no es susceptible de una respuesta absolutamente unívoca y a priori como en Parménides: el ser es ser, porque al lado del ser que es, Parménides sólo considera lo que no es; pero Aristóteles reconoce que al lado del ser sustancial existe lo que no es en sí. El reconocimiento de la pluralidad de los entes obliga a buscar una vía de análisis óntico y ontológico y esta vía depara una respuesta analógica u equívoca.
¿Qué da consistencia al ser? Lo que es más ser o sea la sustancia. La sustancia sería ese principio común y unitario de la existencia. Pero no es común, porque no incluye ni explica la existencia de sus propios accidentes, ni hay un tipo de sustancia sino varios. ¿Cuál pues sería ese principio común de las diversas substancias. La existencia de un ser absolutamente eterno, separado, y permanente queda postulada por el planteamiento mismo del problema del ser.
Pero el concepto de Dios ¿constituye en verdad el fundamento de la ciencia metafísica? Desde luego, no es un concepto epistemológicamente inicial, sino teoréticamente terminal. Como quiera que sea, Dios no es un dato con el cual deba contar el entendimiento. Y ningún ente, por supremo que éste sea, ofrece la razón última de su ser y de su existencia. Esto es lo que radicalmente significa el concepto de contingencia, con el cual no se piensa tanto el devenir de los entes y su caducidad, cuanto que ningún ente aparece justificado ontológicamente por el hecho sólo de existir,
La ciencia puede aclarar la forma de ser propia de todo lo que existe, pero no está claro en modo alguno por qué existe lo que existe. Por ello la metafísica afirma que lo contingente postula lo necesario, con lo cual quiere dar a entender que el conjunto de los entes, el universo entero, nos es dado, pero que se da en la forma de ser de la contingencia: lo que existe se nos da pero no nos da la razón de su ser mismo, y al no dárnosla postula la existencia de un ser que existe con razón propia, un ser ontológicamente suficiente o sea, necesario.
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