Dejé de fumar hace casi dos años. MI dependencia hacia el cigarro data de hace muchos, pero muchos años. Hoy todavía no sé cómo fue posible dejarlo. Aún ahora cuando estoy escribiendo, leyendo, después de hacer el amor y en muchísimas otras circunstancias, extraño el cigarro. Sueño con él como si de un amor imposible se tratara. El cigarro ha sido mi compañero de aventuras y de desdichas, de conquistas y de frustaciones, de alegrías y de dolores. Siempre estuvo conmigo. ¿Que si he sentido mejoría en mi salud por haberlo dejado? No, rotundamente no. Supongo que es porque no hago nada de ejercicio pero es que esta sociedad de la salud me enferma. Los hombres fuertes, deportistas, las mujeres relucientes de salud, a las que aún después de dos o tres horas se les ve la bicicleta en la cara, realmente me parecen no solamente aburridas (os) sino patéticas. Aquí dejo un ensayo que escribí para la revista Bon Vivant sobre el habano, ese placer de dioses.
El Habano
“Hoja india, consuelo de meditabundos
Deleite de los soñadores arquitectos del aire”
Martí
Hacia el otoño de 1492, el Almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón, se topó con el milagro del tabaco. Fue, por cierto, al enviar desde Gibara (bahía del nororiente cubano) a Don Luis de Torres y a Don Rodrigo Jerez, doce leguas más allá del litoral. Con ello, Colón convertiría a Don Rodrigo en el primer europeo en “echar fumaradas”, y en la primera víctima de la incomprensión de tan deleitable y excepcional placer, pues cuenta la leyenda que al regresar Don Rodrigo a su natal pueblo de Ayamonte resultaría procesado por la Inquisición, bajo cargos de endemoniado.
Colón, menos contaminado por el estrabismo religioso hubo entonces de anotar en su diario: “hallaron los dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaba a sus pueblos, mujeres y hombres, con un tizón en la mano, yerbas para tomar sus sahumerios que acostumbraban”. Desde luego, Colón ya había conocido la bienaventurada hoja en las islas Lucayas, a modo de ofrenda. En la Española fue, sin duda, donde se produjo aquel encuentro portentoso: el de la hoja de los sahumerios y las ensoñaciones, de la farmacopea y la liturgia, ésa que se universalizaría con el nombre de tabaco.
Cuántos amoríos y decepciones, cuántos inauditos esfuerzos por esas hojas que hoy llegan a nuestros labios para deleitarnos con sus ensoñaciones, con su magia; cuántas historias se han elaborado detrás de ese “preciado instante sublime y tan fugaz”, como le llamó Stendhal y que se siguen entrecruzando con su desconcertante placer desde entonces, a través de la gramática de esa “hoja india” con la que pudo ser rescatado el Obispo Altamirano de las manos del malhadado pirata Girón y de la que Zino Davidoff pudo decir que a los veinte años ya se había prendado “de las mareas vegetales” cubanas. Es cierto que una vez que el cigarro cubano cruzó el mar, éste se convirtió en un privilegio de la nobleza, pero su estirpe era su destino. En Yucatán constituía un derecho reservado a reyes y sacerdotes porque ese humo mágico era el acceso privado hacia los poderes invisibles. Y en Cuba, su cultivo, más arte que trabajo, era ocupación de los hombres libres. A la planta de tabaco hay que tratarla como si fuera una delicada dama, había dicho Martí. Y tal era su éxito que en 1859 se podían contar 10,000 vegas o plantíos de tabaco y en la capital más de 1,300 fábricas de habanos, que los poderosos del mundo entero mantenían en Cuba misiones que pudieran seleccionar las mejores hojas y cuidar la maduración de cinco a diez mil piezas.
Delicado, decisivo, importante es el momento de la elección, donde el Habano constituye siempre un acontecimiento. Pero si la elección es casi una filosofía ya que es como sumergirse en el fondo de uno mismo, el encendido y disfrute del Habano requiere de recogimiento y de reflexión. No se puede fumar cualquier cigarro, ni se debe hacerlo en cualquier lugar. La armonía, como decían los filósofos, es uno de los bienes más preciados del placer y éste sólo se logra si todo está en consonancia: estado de ánimo, ambiente, costumbres y adecuado al acompañamiento. La resonancia de una gran comida, de un vino excepcional no puede mezclarse con cualquier tabaco. Los placeres del cigarro son complementarios, pero no se comparten. El Habano, especialmente, es como el amor, siempre lento, pausado, cauteloso, suave y delicado para alcanzar lo sublime.
En Cuba, desde luego que en Cuba, porque los grandes fumadores desde siempre habían descubierto las enormes cualidades del mantillo irremplazable de la isla, de su geología, de sus vientos, de sus aguas, de sus humores secretos que recorren su geografía y su propia historia: la selección de la tierra, la siembra de la semilla, el germinado, la plantación, el cuidado eucarístico, la recolección y el ensarte, ese furtivo amorío entre el “tabaco tapado” y el del “sol ensartado”; más tarde, ya desecadas las hojas multicolores viene la “curación” y, como extraído de sagas de antaño: “el beneficio” donde se selecciona, clasifica y beneficia una a una las hojas del tabaco “tapado”, el “de sol” y el Virginia o Rubio, hojas rociadas de color, textura, espesor, longitud y que transformadas en maravillosos habanos, con una simple voluta azul nos regalan tiempos, ritmos y espacios olvidados por nuestros sentidos. “Todo fumador de cigarros es un amigo, escribió Musset, porque sé cómo se siente”.
Las hojas del tabaco se cultiva en grandes extensiones del territorio cubano, pero la región que produce las mejores hojas es Vuelta Abajo, en la provincia de Pinar del Río. Cada vega de Vuelta Abajo, posee sus características, las hojas más buscadas crecen en los municipios de San Luis y San Juan y Martínez, cuyo subsuelo arenoso parece más la urdimbre de la magia y del encuentro entre cielo y tierra. Vuelta Abajo es la cuna de los mejores tabacos, de los cigarros más importantes. En sus cercanías, en Semi Vuelta, se produce una hoja quizá más cargada pero sin el bouquet de sus cercanas vecinas. Las otras regiones como Partido (tierra roja), Remedios (en el centro de la Isla) y Oriente, son también de alta calidad pero ninguna como la de Vuelta Abajo, tierra de magia, sagrada, que cualquier fumador debe conocer.
La variedad de habanos es enorme: Los robustos Cohiba, los especiales Trinidad de mistérica ligada, los exquisitos y elitistas Vegas Robaina, los conocidos Montecristo, los oscuros y agradables Cuaba que sobresalen por su extraña forma en punta por los dos extremos, los reconocidos Romeo y Julieta por su aroma extremadamente peculiar, los de aroma y sabor medio fuerte Partagás, los Punch de mediano sabor, los Hoyo de Monterrey de tabacos de nueva generación, más esponjosos, con gran tiro y de aroma y sabor muy en su punto, los famosos Bolívar de hojas cuyo carácter simbolizan la enérgica personalidad del libertado, los Habanos La Gloria Cubana con tabacos bien presentados de sabores que van del suave medio al medio fuerte, los clásicos habanos muy fuertes H. Upmann de capa más madura y con un toque dulce y picante y los Habanos para fumadores verdaderamente experimentados: El Rey del Mundo. Pero también existen los excepcionales Rafael González que aún en anticuado inglés dice: “Estos cigarros se han hecho según mezcla secreta de tabacos puros de Vuelta Abajo, seleccionados por los marqueses Rafael González, Grandes de España”, los Saint Luis Rey, los Sancho Panza, los Ramón Allanes, los Quai D’Orsay, los Fonseca, los Habanos de La Flor de Cano, los Troya, los Quintero y Hno., Los Statos de Luxe, los cigarros de La Belinda, así como los de la Hija de Cabañas y Carbajal y, finalmente, los insuperables Habanos de La Corona, de tabacos de gran calidad, gran formato y bellas habilitaciones, cuyas extensas vitolas en cada una de las marcas nos hacen recordar que su función era la de mantener la capa exterior del cigarro, proteger los delicados dedos del fumador y dar el distintivo, el blasón, y el honor de representar la excelencia del producto. Para los amantes del Habano, cada una de las marcas aquí referidas posee un estilo y personalidad propias, sus distintivos, sus decoraciones, sus colores exteriores e interiores, su ambientación, todas ellas siempre rodeadas de historia y tradición, en una combinación artística y sabia de diferentes cosechas.
El Habano tiene la enorme virtud, muy por encima de otros cigarros, de vivir. En los primeros años ellos depositan sobre la capa finas gotitas de aceite que algunos les llaman la “flor del cigarro”. De igual manera, los depósitos, esas famosas cajas que son como la encarnación de las leyes de conservación de cada uno de los distintos Habanos, por lo que un buen Habano bien cuidado puede conservarse durante quince años sin perder sus cualidades, antes bien, van madurando, como el vino: fresco, reposado o maduro. Dice Davidoff: “Un buen Habano, bien tratado, es capaz de desafiar al tiempo”.
Recuerdo que aproximadamente hace dos años fui a la isla caribeña. El Morro, la Habana Vieja, el Malecón, calles otrora dignísimas que, a pesar del enorme deterioro, perviven en sus edificios y casa un aire de otro tiempo, un inmutable sentido de la generosidad y de la bonhomía. Me dirigí de inmediato a la Casa del Habano por las promesas que de ella me habían llegado hasta mi país y ahí, en mi presencia me armaron un excepcional cigarro: fresco como la sonrisa de la mujer que con sus manos me fue narrando una historia de las distintas hojas con las que envolvía y torcía el Habano: ¡Dios, de dioses! Sí existe el placer, ése fue el de la primera bocanada, la primera voluta azul de humo que mi boca aspiró y exhaló. Ahí evoqué aquellos versos de García Lorca: “Con la cabeza rubia de Fonseca/ iré a Santiago./ Con el rosal de Romeo y Julieta/ iré a Santiago”, así que si Usted se precia de ser un Bon Vivant, o quiere llegar a serlo, no dude en acompañar su vida con el milagro de las nupcias entre cielo y tierra, dioses y mortales: el Habano
Bibliografía utilizada: Davidoff, Zino, El Libro del buen fumador de habanos, Ed. Del Cotal, 1979 y CD Habano, Cedisac, Habanos S.A. Cuba, 1998.
Y un poco para dejar pasar los estilos y saberse simplemente un buen mortal que gusta de sabores y saberes y no es un mamón de siete suelas, aquí dejo constancia de lo que no podemos ser:
Lo que no es un Bon vivant
Confieso que siempre he tenido prevención contra el exceso de refinamiento. Por ejemplo, siempre recuerdo aquella historia que narraba que la princesita del cuento notaba la dureza del pequeño frijolito a través de treinta y tres colchones y de ello se deducía en la piadosa leyenda su sangre azul: por mi parte, cada vez que me la contaron invariablemente diagnostiqué que se trataba de una histérica insoportable. El mundo, ya lo sabemos, está lleno de princesitas y principitos no menos quisquillosos, que tienden a confundir la hiperestesia con la exquisitez. Hay en los melindres del buen gusto algo como cierta deficiencia de vitalidad: se elige más porque se desea menos. Cuando alguien sienta demasiado agresivamente plaza de “entendido” en determinados placeres, puede apostarse que es porque nunca ha gozado del todo con ellos y eso le ha permitido verlos desde fuera. El apasionamiento por algo siempre ciega en mayor o en menor medida y el deseo de conseguir lo que nos encandila es tan fuerte que no da ocasión para atender tanto a la marca como al producto.
Por supuesto, cuando uno es auténticamente aficionado a algo aprecia en ello las diferencias de calidad y disfruta con cada matiz de perfección: pero ningún auténtico amigo del vino renuncia a paladear un peleón porque no es Pommard, ningún buen fumador de puros retrocederá ante un “montecristo” como muestra de nostalgia por los “Davidoff, ningún lector voraz con horas por delante y sin otra que leer a mano rechazará hojear una novela de Helena Poniatowska sencillamente por cuestiones de principio literario. En lo que amamos de veras siempre puede descubrirse un aspecto que complazca y aun la manifestación ínfima de lo amado es preferible a su ausencia pura y simple.
Por lo demás, hay quien es desdeñoso porque cree que es algo superior desaprobar que aceptar y en eso está irremediablemente equivocado. El entusiasmo se prepara por medio de pequeños favores parciales y quien es demasiado apto para descubrir lo que falla rara vez logra entregarse con auténtica espontaneidad a lo que en cada cosa hay de intachable. Y además el mal gusto contribuye a independizarnos, pues se despreocupa de los cánones establecidos y respetables: ni se deja convencer por los expertos ni tampoco pretende hacer prosélitos.
El exquisito siempre está enpresencia de un senado al que tiene que obedecer o deslumbrar y pierde con frecuencia el substancial “qué” por el discutible y convencional “cómo”. Vivimos una época de predominio de los críticos sobre los artistas, de esclavitud de los goces a los comentarios que los acompañan y recomiendan. La calidad de lo que se ofrece a nuestros deseos no mejora, pero cada vez es más fácil engañarnos. Quien inventó las etiquetas para legitimar los productos fue el padre de todos los falsificadores; quien firmó por primera vez una obra de arte sometió la belleza al control de origen. Hoy las cosas ya han ido tan lejos por este camino enajenador que quizá la única prueba fiable de buen gusto sea renunciar conscientemente a las exhibiciones y desdenes que el buen gusto tiene.
Monday, June 07, 2004
Thursday, June 03, 2004
Una aclaración
Todos estos ensayos son algo así como basura de lo que he escrito y que no me atrevo a desaparecer del planeta. En realidad es pura mierda conceptual sin gran valor, algunas ideas, dos o tres son rescatables. Quizá estoy como Kafka, pidiendo que quemen estos ensayos pero haciendo todo para no desaparecerlos del todo.
jueves 3 de junio de 2004
Agregaré otro ensayo ¿A dónde voy? ¿Hay que ir a alguna parte siempre, necesariamente? Este es el problema de nuestro tiempo, tener siempre un destino porque ya estás destinado. De otra manera eres sospechoso, una persona incierta. Estoy hasta la madre de todo esto, el mundo contemporáneo me parece fascinante pero sus pejuicios se han acrecentado exponencialmente a la altura del avance tecnológico. Pareciera que debiera ser al revés, pero no. Ahora estamos en la edad oscura, la de la tiranía sin tirano.
¿Dónde estabas Dios?
Aunque Dios – o sea la idea de algo eterno, trascendente e inmutable – fuera el principio del ser en la metafísica de Aristóteles y en toda la tradición que le sigue, no es, sin embargo, el principio en que formalmente se instaura el fundamento de la ciencia metafísica, como tal ciencia. Sin embargo, el principio de la metafísica de Aristóteles, esto es, el principio de no contradicción ¿podrá ser adecuado y suficiente para un tratamiento científico de los entes, en tanto que son y como son, sin necesidad de la tradicional apelación al Ser divino?
Es de sobra conocido el pasaje del Libro Gama de la Metafísica en que Aristóteles formula esta cuestión del fundamento y el pasaje correspondiente al libro K en que la reitera. Hay una ciencia que estudia el ser en tanto que ser. El objeto primero de esta ciencia universal y principal son los axiomas ontológicos, porque ellos se aplican a todo lo que es, y porque son axiomas de lo que es en tanto que es. Y recalca Aristóteles, para que no quepa duda al respecto, ni de la fuerza de su evidencia, ni del carácter con que se incorpora a la ciencia, es decir, que el principio que el filósofo del ser debe captar no es una hipótesis, o un supuesto, sino un principio en sentido estricto, “el más firme de todos”: “Es imposible que un mismo atributo pertenezca y no pertenezca al mismo tiempo a la misma cosa y en el mismo sentido”(1005b) y: “Es imposible que la misma cosa sea y no sea al mismo tiempo” (1062ª
Como ya dijimos, después de los preliminares tan cuidadosos con los que despliega Aristóteles antes de formular este principio, era de esperarse que el principio supremo del ser, y por ello de la ciencia ontológica, aclarase por fin qué es el ser y resulta que del ser este principio no nos dice nada. De hecho, al ser lo da ya por supuesto. El axioma ontológico no ofrece una evidencia primera del ser mismo; se supone que esta evidencia se ha logrado anteriormente, de una manera u otra y que esta manera ha sido suficiente para constituir nada menos que el sujeto mismo de la proposición en que se formula el principio: el ente.
No nos parece que un principio se apoye en unos supuestos tácitos, si ha de ser un verdadero principio. Pero el axioma de no contradicción, aparte de que presupone la evidencia apodíctica del ser, involucra nada menos que tres supuestos diferentes: El supuesto ontológico de la identidad (la mismidad de la cosa); El supuesto ontológico de la temporalidad (al mismo tiempo); Y el supuesto lógico de la univocidad (en el mismo sentido). La tradición aristotélica se ha esforzado en destruir las aporías que el propio Aristóteles señalaba. El afán de presentar su pensamiento como una estructura completa y sistemática ha logrado ocultar y evadir sus dificultades y contradicciones.
Por otro lado, el esfuerzo moderno de elaborar una nueva metafísica que se liberase de aquella tradición ha mantenido el equívoco e incluso ha desviado a la crítica de la metafísica de sus objetivos finales. Porque las dificultades con que tropieza Aristóteles no son atribuibles a una particular deficiencia de su pensamiento; por el contrario, se reproducen en la metafísica moderna y son atribuibles al planteamiento original de la cuestión y su misma persistencia es el indicio más patente de esa uniformidad fundamental que descubrimos en la tradición histórica de la metafísica. Aristóteles distingue varias clases de sustancia pero no define lo que es la sustancia, pero ¿Acaso la define Descartes? Este nos dice que hay dos substancias, pero lo que sea ser substancia ¿acaso lo explica mejor que Spinoza? Podemos tomar a la Etica como modelo, y lo es, muy significativamente, por su perfecta construcción formal y porque ilustra el vano empeño de razonar en metafísica more mathematico. En el comienzo mismo de la obra, la tercera definición que propone Spinoza trata precisamente de la substancia: “Per substantiam intelligo id, quod in se est, et per se concipitur”. (Entiendo por substancia aquello..., Etica, p. 27)
Pero esta definición ¿define verdaderamente algo? Con el ánimo perplejo, echamos la mirada en torno y avistamos las cosas que nos rodean para descubrir alguna que responda a ese requerimiento doble, esto es, de ser en sí y ser concebida por sí misma. Previendo acaso el resultado de esta inspección, Spinoza añade en seguida algunas palabras aclaratorias: “hoc est id, cujus conceptus non indiget conceptu alterius rei” (Ibidem). Pero este complemento lógico sería superfluo si la proposición ontológica anterior hubiera sido realmente apofántica y definitoria y puesto que no lo era, tampoco puede resultarlo ahora gracias a la aclaración. Por el contrario, la frase complementaria revela precisamente que no es posible definir la substancia: “aquello cuyo concepto no requiere el concepto de otra cosa” es aquello que no puede definirse porque carece de otro concepto superior, no porque no lo requiera. Todos los metafísicos han intentado asimilar este concepto de ser substancial, que resulta tan vacío por razón de su propia universalidad, con otro concepto que tuviera un contenido determinado; un concepto que fuera equiparable en rango ontológico al concepto de ser y que compensara precisamente con ese rango su falta de universalidad; en suma, el concepto de Dios. Sin Dios, la teoría de metafísica del ser substancial carece de sentido.
Pero el resultado epistemológico que se logra con esa articulación de conceptos que prepara el remate de la teoría aristotélica no tiene mucha firmeza. La singularidad ontológica del Ser supremo es más bien un problema que una solución. En otras palabras, el concepto de un ser substancial trascendente puede salvar teóricamente la noción de substancia en general, porque es un concepto claro, pero no es apofántico: es un remate obligado de la construcción teórica, pero no hace patente una realidad como el concepto de ente, y por tanto, no puede resolver, retrospectivamente, el conocimiento de los entes mismos que lo postulan como principio. Según ya hemos visto, Aristóteles la esencia de las cosas y la causa de las cosas están indisolublemente vinculadas, justo porque el conocimiento de las causas es verdadero y seguro. Siendo esto así, tenemos que el orden de las causas, lo mismo en el ser que en el devenir, remite a la causa primera, no causada, originaria de todas las demás. La imposibilidad de un regreso al infinito postula esta idea de una causa trascendente, de un primer motor, de una realidad ulterior y anterior, en suma de argé, en el doble sentido del término, que significa lo primero y lo principal.
El principio del ser, porque es cualificable mediante atributos determinables e inteligibles, substituye eficazmente el concepto indefinible de ser; repara con ello la perplejidad que causa la vaciedad del concepto de ser y la necesidad formal de que sea unívoco y la otra necesidad impuesta por la experiencia, de emplearlo en diferentes sentidos. Esta perfección formal no soslaya la falla interna de la subsistencia de que el concepto de ser es más universal que el concepto de Dios, mientras que Dios es el principio del ser y el que permite explicarlo, este es un círculo que no puede romperse con metáforas.
La otra posibilidad de conciliación se dará con Spinoza, la cual consistirá en equiparar los conceptos de ser, substancia y existencia; esto implica que el principio de las cosas esté presente en las cosas mismas; que los tres atributos aristotélicos del principio, esto es: eternidad, trascendencia e inmutabilidad, queden reducidos a dos. Eliminando la trascendencia nos queda que sea eterno e inmutable, lo cual quiere decir que la totalidad del ser sea su propio principio y que este principio significa solamente el fundamento y no el origen. En suma, esto es el panteísmo y la Etica de Spinoza lo representa de modo ejemplar: en la proposición XVIII nos dice: Deus est omnium rerum causa inmanens. P.54 Y no le basta a Spinoza decir que Dios es la causa inmanente de todas las cosas, sino que añade “non vero trasiens” (no es transitiva), como para recalcar que la idea central de la proposición no está en el concepto de causalidad sino en el del inmanencia con el cual evita el escollo de la creación, idea fronteriza entre la metafísica y la teología.
La conjunción entre las nociones de substancia y causa, forzada por el substancialismo aristotélico, aquí se presenta como unidad: Dios no solamente es causa de las cosas, en tanto que ellas son, sino que además es causa de su modo esencial de ser (Proposición XXV, p. 60). El principio del ser ya no necesita ser común a todas las substancias puesto que no hay más que una sola substancia (Proposición XIV, p. 43). Las diversas substancias pasan a ser modos de la substancia única y los accidentes se conciben como atributos; finalmente, al suprimirse la trascendencia de Dios, se suprime también aquella noción de un origen temporal de la realidad, la cual pugnaba con la intemporalidad del ser substancial. La existencia no puede concebirse temporalmente (Explicación VIII, p. 28.). Lo cual es exactamente contrario a lo que entiende la metafísica contemporánea (Heidegger).
El problema de explicar el orden temporal por el orden eterno que él mismo postula, desaparece ahora por completo, porque la misma existencia temporal está integrada ya en lo eterno y no depende de lo eterno Proposición XIX, p. 55. Con lo cual tampoco resuelve el problema pues queda sin explicar el modo operativo por el cual pueda Dios, como causa inmanente a las cosas, producirlas a ellas en su esencia y su existencia, es decir, eliminada la dificultad de la causa como principio originario, subsiste la dificultad del principio intrínseco. Y esta eternidad de Dios, es decir, de todos los atributos, deriva lógicamente de lo que Spinoza había establecido ya en sus definiciones iniciales en las cuales quedaron asimiladas la eternidad y la existencia: Per aeternitatem intelligo ipsam existentiam (Por eternidad entiendo la existencia misma).
El esquema es perfecto pero subsiste el problema inicial: no queda explicado qué sea el ser. Más aún, qué es el ser del ente individual, qué es la existencia humana, la libertad de acción y el proceso de la historia, siguen reclamando su debida justificación metafísica. Por esto y a pesar de la similitud del esquema teórico de Spinoza y de Hegel, la cual permitiría considerar al primero como un antecedente inequívoco del segundo, existe entre los dos una oposición radical. Volver a las cosas, metafísicamente hablando significa organizar un sistema de categorías ontológicas, fundamento de los órdenes lógicos correspondientes. En verdad esto es lo que han hecho todos los metafísicos. Pero vuelven a las cosas manteniendo de todas formas el principio de identidad. El problema radica en que se pretende la conciliación entre el principio que se emplea para conocer la realidad y la realidad misma que lo desmiente.
Para que pudiera servirnos el principio, éste ha de ser absoluto, es decir, válido, universal y necesario, y para que sea absoluto ha de ser puramente formal, pero al ser puramente formal entonces ya no nos sirve como principio. Parece pues que ha llegado el momento de convencernos de que no hay una ciencia del ser como tal. Si esto ha de ser la metafísica, entonces la metafísica no es posible. Hay muchas cosas que han terminado en nuestros días; terminado, aunque aparentemente prosigan, porque la rutina les presta una pervivencia artificial. Y una de ellas es la ciencia del ser en cuanto ser.
Porque ¿No está bien claro que nunca podremos decir qué es ser? Es un hecho que la metafísica no ha logrado constituirse, en toda su historia, como una ciencia legítima del ser: o se ha ocupado del principio de la existencia o se ha ocupado de la existencia misma: Hegel, Heidegger, etc. No obstante, hay que decirlo, el hecho de que un problema no tenga solución no significa que sea ilegítimo plantearlo, pero ha de plantearse correctamente. Lo que hicieron los medievales, guiados por el maestro Aristóteles fue unir el problema del ser con el problema del principio, lo cual trajo como consecuencia que se empezara a hablar de Dios.
Pero la metafísica tradicional no ha quedado invalidada porque hubiera planteado la cuestión del principio como Dios cuando trataba de resolver el problema del ser, sino porque se concibió a sí misma como ciencia del ser; para ello tuvo que distinguir entre ser y realidad, tenía que desdeñar la realidad y, paradójicamente, acabar claudicando y recurriendo a esa misma realidad para explicar en qué consistía eso de existir.
Ahora bien, podríamos parodiar el dicho y decir que todos los caminos de la metafísica llevan a Dios. Pues Dios, en esta ciencia, no ha sido más que el símbolo conceptual con el que se ha representado el principio necesario que la realidad postula por su propia contingencia. En el libro de la Metafísica dice Aristóteles “pues todas las causas son principios” y el orden de las causas o principios refiere necesariamente a la causa principal, o sea el principio de todos los principios. Y no es exclusiva de una concepción causal de la realidad esta necesidad de una referencia a Dios (por lo cual hubiera caído en descrédito la metafísica, en tanto que ciencia o episteme), sino por una necesidad de carácter estrictamente teorética. El anhelo de conocer el principio de todo lo que es, y que todo lo gobierna, adopta en los hombres formas de expresión tan diversas como lo pueden ser sus caracteres y vocaciones, por ello no es extraño que estas formas coexistan y que se confundan incluso en el mismo autor y en una misma obra.
La fe religiosa al parecer, sería una posesión de Dios suficiente ¿qué necesidad tendría ella de buscar apoyo del entendimiento? La fórmula de San Anselmo que dice que “la fe quiere el intelecto” puede servir de divisa para toda la metafísica escolástica. Pero también el entendimiento, siguiendo sus propios caminos, tropieza con el problema que la fe puede ya tener resuelto. La necesidad de resolverlo es tan radicalmente constitutiva de nuestro ser, que no le basta la fe, cuando la tiene, y a pesar de que pudiera sentirse en ella seguro, se afana el hombre también por ratificarla con el entendimiento y no acepta que éste permanezca en duda.
Platón, decía en el Teeteto (176ª) que el bien tiene siempre su contrario y que por eso debemos vivir evadiéndonos de la vida: la evasión consiste en asimilarse a Dios (omóiosis teo) en la medida de lo posible, y esto puede lograrlo el hombre haciéndose justo y piadoso. Análogo sentido tiene el argumento del Proslógion, en el cual San Anselmo demuestra a priori la existencia de Dios, con sumo rigor de técnica lógica, pero por una necesidad que no es lógica sino vital. La conjunción de estos dos factores, vitales y teóricos, en el empleo que ha tenido en metafísica la idea de Dios, determinó a su vez la conjunción de sus contrarios respectivos, cuando se inició el descrédito de la metafísica. De una parte, se adujeron desde el siglo XVIII razones de índole estrictamente técnica para invalidar aquella idea y afirmar la convicción de que al entendimiento humano le está vedado emplearla como concepto, es decir, como representación intelectual de una realidad efectivamente asequible por esta vía. De otra parte, se coaligaron oscuramente con estas razones técnicas, y por ello mismo, neutras, otras que ya no eran neutrales, razones de sentimiento vital y de ideología, con rasgos netamente antirreligiosos
Ya en estos preliminares se da un paso decisivo para la tradición metafísica: la ocultación del ser en sí. El conocimiento primario del ser en Aristóteles no es apodíctico en sentido literal, como ya no lo era en Platón. Así nos dice que la substancia o naturaleza esencial no puede mostrarse señalando la cosa con el dedo, o simplemente percibiéndola. El conocimiento esencial es el que toma la forma lógica de una proposición universal y afirmativa y se llama definición. Pero con esto regresamos al punto de partida y queda cerrado el círculo: la metafísica es la ciencia del ser en cuanto ser, pero este objeto de la ciencia primera es indefinible.
Entonces se dice que el ser en su sentido primario, significa la sustancia, pero esto presupone la existencia de algo que es también, aunque no en un sentido primario, o sea lo particular y accidental. Así, la ciencia de la substancia es, para Aristóteles, es ciencia de lo universal, pero la substancia misma no es ella, universal, sino concreta (to synolon); sin embargo, no puede aprehenderse mediante el conocimiento particular, como los accidentes concretos y perceptibles. El ser en sentido primario y eminente no envuelve todo lo que es, y la ciencia que se ocupa del ser de los entes (del ser en sí, no del ser en cuanto tal) no puede versar sobre aquello que es más patente en el ente, o sea, los llamados accidentes; los cuales se reconoce que existen, pero de los cuales se afirma que no hay ciencia. El ser como esencia o como sustancia, se ha separado de la existencia y la metafísica se constituye de hecho como ciencia de las esencias y no de las existencias mismas de las que no puede enteramente prescindir. ¿A qué hemos llegado? Hemos llegado a una ciencia del ser oculto, velado por su propia apariencia y presencia. Por otro lado, para Aristóteles la substancia tampoco es universal en el sentido de unitaria o común y uniforme. Distingue Aristóteles tres tipos o categorías de substancia: la sensible, que se subdivide en eterna y perecedera y la inmutable; de la primera se ocupa la física pero ¿y de la otra? Tiene que haber una ciencia para ella distinta a la física.
El problema radica en encontrar esta argé koiné, este principio común a las substancias. ¿cuál podría ser este argé del cual derivan todas las cosas? Ante esto, Aristóteles exclama ¿cómo puede haber orden en el universo “si no existe algo eterno y separado e inmutable? (K II, 1060ª). La derivación hacia Dios resulta inevitable y con esto se cierra nuevamente el círculo: partiendo del principio (concepto de ser) hubo que descender hacia las cosas, las cuales postulan un principio, pero no lo ofrecen; y, partiendo de las cosas mismas, hemos de remontarnos al principio, pero este principio, más que metafísico en rigor, es ya extrametafísico, o sea, teológico.
En efecto, el ser, como concepto universal, se dice de todo lo que es, es lo común a todos, pero ¿en qué consiste? Esta pregunta ya no es susceptible de una respuesta absolutamente unívoca y a priori como en Parménides: el ser es ser, porque al lado del ser que es, Parménides sólo considera lo que no es; pero Aristóteles reconoce que al lado del ser sustancial existe lo que no es en sí. El reconocimiento de la pluralidad de los entes obliga a buscar una vía de análisis óntico y ontológico y esta vía depara una respuesta analógica u equívoca.
¿Qué da consistencia al ser? Lo que es más ser o sea la sustancia. La sustancia sería ese principio común y unitario de la existencia. Pero no es común, porque no incluye ni explica la existencia de sus propios accidentes, ni hay un tipo de sustancia sino varios. ¿Cuál pues sería ese principio común de las diversas substancias. La existencia de un ser absolutamente eterno, separado, y permanente queda postulada por el planteamiento mismo del problema del ser.
Pero el concepto de Dios ¿constituye en verdad el fundamento de la ciencia metafísica? Desde luego, no es un concepto epistemológicamente inicial, sino teoréticamente terminal. Como quiera que sea, Dios no es un dato con el cual deba contar el entendimiento. Y ningún ente, por supremo que éste sea, ofrece la razón última de su ser y de su existencia. Esto es lo que radicalmente significa el concepto de contingencia, con el cual no se piensa tanto el devenir de los entes y su caducidad, cuanto que ningún ente aparece justificado ontológicamente por el hecho sólo de existir,
La ciencia puede aclarar la forma de ser propia de todo lo que existe, pero no está claro en modo alguno por qué existe lo que existe. Por ello la metafísica afirma que lo contingente postula lo necesario, con lo cual quiere dar a entender que el conjunto de los entes, el universo entero, nos es dado, pero que se da en la forma de ser de la contingencia: lo que existe se nos da pero no nos da la razón de su ser mismo, y al no dárnosla postula la existencia de un ser que existe con razón propia, un ser ontológicamente suficiente o sea, necesario.
¿Dónde estabas Dios?
Aunque Dios – o sea la idea de algo eterno, trascendente e inmutable – fuera el principio del ser en la metafísica de Aristóteles y en toda la tradición que le sigue, no es, sin embargo, el principio en que formalmente se instaura el fundamento de la ciencia metafísica, como tal ciencia. Sin embargo, el principio de la metafísica de Aristóteles, esto es, el principio de no contradicción ¿podrá ser adecuado y suficiente para un tratamiento científico de los entes, en tanto que son y como son, sin necesidad de la tradicional apelación al Ser divino?
Es de sobra conocido el pasaje del Libro Gama de la Metafísica en que Aristóteles formula esta cuestión del fundamento y el pasaje correspondiente al libro K en que la reitera. Hay una ciencia que estudia el ser en tanto que ser. El objeto primero de esta ciencia universal y principal son los axiomas ontológicos, porque ellos se aplican a todo lo que es, y porque son axiomas de lo que es en tanto que es. Y recalca Aristóteles, para que no quepa duda al respecto, ni de la fuerza de su evidencia, ni del carácter con que se incorpora a la ciencia, es decir, que el principio que el filósofo del ser debe captar no es una hipótesis, o un supuesto, sino un principio en sentido estricto, “el más firme de todos”: “Es imposible que un mismo atributo pertenezca y no pertenezca al mismo tiempo a la misma cosa y en el mismo sentido”(1005b) y: “Es imposible que la misma cosa sea y no sea al mismo tiempo” (1062ª
Como ya dijimos, después de los preliminares tan cuidadosos con los que despliega Aristóteles antes de formular este principio, era de esperarse que el principio supremo del ser, y por ello de la ciencia ontológica, aclarase por fin qué es el ser y resulta que del ser este principio no nos dice nada. De hecho, al ser lo da ya por supuesto. El axioma ontológico no ofrece una evidencia primera del ser mismo; se supone que esta evidencia se ha logrado anteriormente, de una manera u otra y que esta manera ha sido suficiente para constituir nada menos que el sujeto mismo de la proposición en que se formula el principio: el ente.
No nos parece que un principio se apoye en unos supuestos tácitos, si ha de ser un verdadero principio. Pero el axioma de no contradicción, aparte de que presupone la evidencia apodíctica del ser, involucra nada menos que tres supuestos diferentes: El supuesto ontológico de la identidad (la mismidad de la cosa); El supuesto ontológico de la temporalidad (al mismo tiempo); Y el supuesto lógico de la univocidad (en el mismo sentido). La tradición aristotélica se ha esforzado en destruir las aporías que el propio Aristóteles señalaba. El afán de presentar su pensamiento como una estructura completa y sistemática ha logrado ocultar y evadir sus dificultades y contradicciones.
Por otro lado, el esfuerzo moderno de elaborar una nueva metafísica que se liberase de aquella tradición ha mantenido el equívoco e incluso ha desviado a la crítica de la metafísica de sus objetivos finales. Porque las dificultades con que tropieza Aristóteles no son atribuibles a una particular deficiencia de su pensamiento; por el contrario, se reproducen en la metafísica moderna y son atribuibles al planteamiento original de la cuestión y su misma persistencia es el indicio más patente de esa uniformidad fundamental que descubrimos en la tradición histórica de la metafísica. Aristóteles distingue varias clases de sustancia pero no define lo que es la sustancia, pero ¿Acaso la define Descartes? Este nos dice que hay dos substancias, pero lo que sea ser substancia ¿acaso lo explica mejor que Spinoza? Podemos tomar a la Etica como modelo, y lo es, muy significativamente, por su perfecta construcción formal y porque ilustra el vano empeño de razonar en metafísica more mathematico. En el comienzo mismo de la obra, la tercera definición que propone Spinoza trata precisamente de la substancia: “Per substantiam intelligo id, quod in se est, et per se concipitur”. (Entiendo por substancia aquello..., Etica, p. 27)
Pero esta definición ¿define verdaderamente algo? Con el ánimo perplejo, echamos la mirada en torno y avistamos las cosas que nos rodean para descubrir alguna que responda a ese requerimiento doble, esto es, de ser en sí y ser concebida por sí misma. Previendo acaso el resultado de esta inspección, Spinoza añade en seguida algunas palabras aclaratorias: “hoc est id, cujus conceptus non indiget conceptu alterius rei” (Ibidem). Pero este complemento lógico sería superfluo si la proposición ontológica anterior hubiera sido realmente apofántica y definitoria y puesto que no lo era, tampoco puede resultarlo ahora gracias a la aclaración. Por el contrario, la frase complementaria revela precisamente que no es posible definir la substancia: “aquello cuyo concepto no requiere el concepto de otra cosa” es aquello que no puede definirse porque carece de otro concepto superior, no porque no lo requiera. Todos los metafísicos han intentado asimilar este concepto de ser substancial, que resulta tan vacío por razón de su propia universalidad, con otro concepto que tuviera un contenido determinado; un concepto que fuera equiparable en rango ontológico al concepto de ser y que compensara precisamente con ese rango su falta de universalidad; en suma, el concepto de Dios. Sin Dios, la teoría de metafísica del ser substancial carece de sentido.
Pero el resultado epistemológico que se logra con esa articulación de conceptos que prepara el remate de la teoría aristotélica no tiene mucha firmeza. La singularidad ontológica del Ser supremo es más bien un problema que una solución. En otras palabras, el concepto de un ser substancial trascendente puede salvar teóricamente la noción de substancia en general, porque es un concepto claro, pero no es apofántico: es un remate obligado de la construcción teórica, pero no hace patente una realidad como el concepto de ente, y por tanto, no puede resolver, retrospectivamente, el conocimiento de los entes mismos que lo postulan como principio. Según ya hemos visto, Aristóteles la esencia de las cosas y la causa de las cosas están indisolublemente vinculadas, justo porque el conocimiento de las causas es verdadero y seguro. Siendo esto así, tenemos que el orden de las causas, lo mismo en el ser que en el devenir, remite a la causa primera, no causada, originaria de todas las demás. La imposibilidad de un regreso al infinito postula esta idea de una causa trascendente, de un primer motor, de una realidad ulterior y anterior, en suma de argé, en el doble sentido del término, que significa lo primero y lo principal.
El principio del ser, porque es cualificable mediante atributos determinables e inteligibles, substituye eficazmente el concepto indefinible de ser; repara con ello la perplejidad que causa la vaciedad del concepto de ser y la necesidad formal de que sea unívoco y la otra necesidad impuesta por la experiencia, de emplearlo en diferentes sentidos. Esta perfección formal no soslaya la falla interna de la subsistencia de que el concepto de ser es más universal que el concepto de Dios, mientras que Dios es el principio del ser y el que permite explicarlo, este es un círculo que no puede romperse con metáforas.
La otra posibilidad de conciliación se dará con Spinoza, la cual consistirá en equiparar los conceptos de ser, substancia y existencia; esto implica que el principio de las cosas esté presente en las cosas mismas; que los tres atributos aristotélicos del principio, esto es: eternidad, trascendencia e inmutabilidad, queden reducidos a dos. Eliminando la trascendencia nos queda que sea eterno e inmutable, lo cual quiere decir que la totalidad del ser sea su propio principio y que este principio significa solamente el fundamento y no el origen. En suma, esto es el panteísmo y la Etica de Spinoza lo representa de modo ejemplar: en la proposición XVIII nos dice: Deus est omnium rerum causa inmanens. P.54 Y no le basta a Spinoza decir que Dios es la causa inmanente de todas las cosas, sino que añade “non vero trasiens” (no es transitiva), como para recalcar que la idea central de la proposición no está en el concepto de causalidad sino en el del inmanencia con el cual evita el escollo de la creación, idea fronteriza entre la metafísica y la teología.
La conjunción entre las nociones de substancia y causa, forzada por el substancialismo aristotélico, aquí se presenta como unidad: Dios no solamente es causa de las cosas, en tanto que ellas son, sino que además es causa de su modo esencial de ser (Proposición XXV, p. 60). El principio del ser ya no necesita ser común a todas las substancias puesto que no hay más que una sola substancia (Proposición XIV, p. 43). Las diversas substancias pasan a ser modos de la substancia única y los accidentes se conciben como atributos; finalmente, al suprimirse la trascendencia de Dios, se suprime también aquella noción de un origen temporal de la realidad, la cual pugnaba con la intemporalidad del ser substancial. La existencia no puede concebirse temporalmente (Explicación VIII, p. 28.). Lo cual es exactamente contrario a lo que entiende la metafísica contemporánea (Heidegger).
El problema de explicar el orden temporal por el orden eterno que él mismo postula, desaparece ahora por completo, porque la misma existencia temporal está integrada ya en lo eterno y no depende de lo eterno Proposición XIX, p. 55. Con lo cual tampoco resuelve el problema pues queda sin explicar el modo operativo por el cual pueda Dios, como causa inmanente a las cosas, producirlas a ellas en su esencia y su existencia, es decir, eliminada la dificultad de la causa como principio originario, subsiste la dificultad del principio intrínseco. Y esta eternidad de Dios, es decir, de todos los atributos, deriva lógicamente de lo que Spinoza había establecido ya en sus definiciones iniciales en las cuales quedaron asimiladas la eternidad y la existencia: Per aeternitatem intelligo ipsam existentiam (Por eternidad entiendo la existencia misma).
El esquema es perfecto pero subsiste el problema inicial: no queda explicado qué sea el ser. Más aún, qué es el ser del ente individual, qué es la existencia humana, la libertad de acción y el proceso de la historia, siguen reclamando su debida justificación metafísica. Por esto y a pesar de la similitud del esquema teórico de Spinoza y de Hegel, la cual permitiría considerar al primero como un antecedente inequívoco del segundo, existe entre los dos una oposición radical. Volver a las cosas, metafísicamente hablando significa organizar un sistema de categorías ontológicas, fundamento de los órdenes lógicos correspondientes. En verdad esto es lo que han hecho todos los metafísicos. Pero vuelven a las cosas manteniendo de todas formas el principio de identidad. El problema radica en que se pretende la conciliación entre el principio que se emplea para conocer la realidad y la realidad misma que lo desmiente.
Para que pudiera servirnos el principio, éste ha de ser absoluto, es decir, válido, universal y necesario, y para que sea absoluto ha de ser puramente formal, pero al ser puramente formal entonces ya no nos sirve como principio. Parece pues que ha llegado el momento de convencernos de que no hay una ciencia del ser como tal. Si esto ha de ser la metafísica, entonces la metafísica no es posible. Hay muchas cosas que han terminado en nuestros días; terminado, aunque aparentemente prosigan, porque la rutina les presta una pervivencia artificial. Y una de ellas es la ciencia del ser en cuanto ser.
Porque ¿No está bien claro que nunca podremos decir qué es ser? Es un hecho que la metafísica no ha logrado constituirse, en toda su historia, como una ciencia legítima del ser: o se ha ocupado del principio de la existencia o se ha ocupado de la existencia misma: Hegel, Heidegger, etc. No obstante, hay que decirlo, el hecho de que un problema no tenga solución no significa que sea ilegítimo plantearlo, pero ha de plantearse correctamente. Lo que hicieron los medievales, guiados por el maestro Aristóteles fue unir el problema del ser con el problema del principio, lo cual trajo como consecuencia que se empezara a hablar de Dios.
Pero la metafísica tradicional no ha quedado invalidada porque hubiera planteado la cuestión del principio como Dios cuando trataba de resolver el problema del ser, sino porque se concibió a sí misma como ciencia del ser; para ello tuvo que distinguir entre ser y realidad, tenía que desdeñar la realidad y, paradójicamente, acabar claudicando y recurriendo a esa misma realidad para explicar en qué consistía eso de existir.
Ahora bien, podríamos parodiar el dicho y decir que todos los caminos de la metafísica llevan a Dios. Pues Dios, en esta ciencia, no ha sido más que el símbolo conceptual con el que se ha representado el principio necesario que la realidad postula por su propia contingencia. En el libro de la Metafísica dice Aristóteles “pues todas las causas son principios” y el orden de las causas o principios refiere necesariamente a la causa principal, o sea el principio de todos los principios. Y no es exclusiva de una concepción causal de la realidad esta necesidad de una referencia a Dios (por lo cual hubiera caído en descrédito la metafísica, en tanto que ciencia o episteme), sino por una necesidad de carácter estrictamente teorética. El anhelo de conocer el principio de todo lo que es, y que todo lo gobierna, adopta en los hombres formas de expresión tan diversas como lo pueden ser sus caracteres y vocaciones, por ello no es extraño que estas formas coexistan y que se confundan incluso en el mismo autor y en una misma obra.
La fe religiosa al parecer, sería una posesión de Dios suficiente ¿qué necesidad tendría ella de buscar apoyo del entendimiento? La fórmula de San Anselmo que dice que “la fe quiere el intelecto” puede servir de divisa para toda la metafísica escolástica. Pero también el entendimiento, siguiendo sus propios caminos, tropieza con el problema que la fe puede ya tener resuelto. La necesidad de resolverlo es tan radicalmente constitutiva de nuestro ser, que no le basta la fe, cuando la tiene, y a pesar de que pudiera sentirse en ella seguro, se afana el hombre también por ratificarla con el entendimiento y no acepta que éste permanezca en duda.
Platón, decía en el Teeteto (176ª) que el bien tiene siempre su contrario y que por eso debemos vivir evadiéndonos de la vida: la evasión consiste en asimilarse a Dios (omóiosis teo) en la medida de lo posible, y esto puede lograrlo el hombre haciéndose justo y piadoso. Análogo sentido tiene el argumento del Proslógion, en el cual San Anselmo demuestra a priori la existencia de Dios, con sumo rigor de técnica lógica, pero por una necesidad que no es lógica sino vital. La conjunción de estos dos factores, vitales y teóricos, en el empleo que ha tenido en metafísica la idea de Dios, determinó a su vez la conjunción de sus contrarios respectivos, cuando se inició el descrédito de la metafísica. De una parte, se adujeron desde el siglo XVIII razones de índole estrictamente técnica para invalidar aquella idea y afirmar la convicción de que al entendimiento humano le está vedado emplearla como concepto, es decir, como representación intelectual de una realidad efectivamente asequible por esta vía. De otra parte, se coaligaron oscuramente con estas razones técnicas, y por ello mismo, neutras, otras que ya no eran neutrales, razones de sentimiento vital y de ideología, con rasgos netamente antirreligiosos
Ya en estos preliminares se da un paso decisivo para la tradición metafísica: la ocultación del ser en sí. El conocimiento primario del ser en Aristóteles no es apodíctico en sentido literal, como ya no lo era en Platón. Así nos dice que la substancia o naturaleza esencial no puede mostrarse señalando la cosa con el dedo, o simplemente percibiéndola. El conocimiento esencial es el que toma la forma lógica de una proposición universal y afirmativa y se llama definición. Pero con esto regresamos al punto de partida y queda cerrado el círculo: la metafísica es la ciencia del ser en cuanto ser, pero este objeto de la ciencia primera es indefinible.
Entonces se dice que el ser en su sentido primario, significa la sustancia, pero esto presupone la existencia de algo que es también, aunque no en un sentido primario, o sea lo particular y accidental. Así, la ciencia de la substancia es, para Aristóteles, es ciencia de lo universal, pero la substancia misma no es ella, universal, sino concreta (to synolon); sin embargo, no puede aprehenderse mediante el conocimiento particular, como los accidentes concretos y perceptibles. El ser en sentido primario y eminente no envuelve todo lo que es, y la ciencia que se ocupa del ser de los entes (del ser en sí, no del ser en cuanto tal) no puede versar sobre aquello que es más patente en el ente, o sea, los llamados accidentes; los cuales se reconoce que existen, pero de los cuales se afirma que no hay ciencia. El ser como esencia o como sustancia, se ha separado de la existencia y la metafísica se constituye de hecho como ciencia de las esencias y no de las existencias mismas de las que no puede enteramente prescindir. ¿A qué hemos llegado? Hemos llegado a una ciencia del ser oculto, velado por su propia apariencia y presencia. Por otro lado, para Aristóteles la substancia tampoco es universal en el sentido de unitaria o común y uniforme. Distingue Aristóteles tres tipos o categorías de substancia: la sensible, que se subdivide en eterna y perecedera y la inmutable; de la primera se ocupa la física pero ¿y de la otra? Tiene que haber una ciencia para ella distinta a la física.
El problema radica en encontrar esta argé koiné, este principio común a las substancias. ¿cuál podría ser este argé del cual derivan todas las cosas? Ante esto, Aristóteles exclama ¿cómo puede haber orden en el universo “si no existe algo eterno y separado e inmutable? (K II, 1060ª). La derivación hacia Dios resulta inevitable y con esto se cierra nuevamente el círculo: partiendo del principio (concepto de ser) hubo que descender hacia las cosas, las cuales postulan un principio, pero no lo ofrecen; y, partiendo de las cosas mismas, hemos de remontarnos al principio, pero este principio, más que metafísico en rigor, es ya extrametafísico, o sea, teológico.
En efecto, el ser, como concepto universal, se dice de todo lo que es, es lo común a todos, pero ¿en qué consiste? Esta pregunta ya no es susceptible de una respuesta absolutamente unívoca y a priori como en Parménides: el ser es ser, porque al lado del ser que es, Parménides sólo considera lo que no es; pero Aristóteles reconoce que al lado del ser sustancial existe lo que no es en sí. El reconocimiento de la pluralidad de los entes obliga a buscar una vía de análisis óntico y ontológico y esta vía depara una respuesta analógica u equívoca.
¿Qué da consistencia al ser? Lo que es más ser o sea la sustancia. La sustancia sería ese principio común y unitario de la existencia. Pero no es común, porque no incluye ni explica la existencia de sus propios accidentes, ni hay un tipo de sustancia sino varios. ¿Cuál pues sería ese principio común de las diversas substancias. La existencia de un ser absolutamente eterno, separado, y permanente queda postulada por el planteamiento mismo del problema del ser.
Pero el concepto de Dios ¿constituye en verdad el fundamento de la ciencia metafísica? Desde luego, no es un concepto epistemológicamente inicial, sino teoréticamente terminal. Como quiera que sea, Dios no es un dato con el cual deba contar el entendimiento. Y ningún ente, por supremo que éste sea, ofrece la razón última de su ser y de su existencia. Esto es lo que radicalmente significa el concepto de contingencia, con el cual no se piensa tanto el devenir de los entes y su caducidad, cuanto que ningún ente aparece justificado ontológicamente por el hecho sólo de existir,
La ciencia puede aclarar la forma de ser propia de todo lo que existe, pero no está claro en modo alguno por qué existe lo que existe. Por ello la metafísica afirma que lo contingente postula lo necesario, con lo cual quiere dar a entender que el conjunto de los entes, el universo entero, nos es dado, pero que se da en la forma de ser de la contingencia: lo que existe se nos da pero no nos da la razón de su ser mismo, y al no dárnosla postula la existencia de un ser que existe con razón propia, un ser ontológicamente suficiente o sea, necesario.
Tuesday, June 01, 2004
un ensayo miserable
Las miserias del poder
En el campo de la comedia mental, donde el círculo de la experiencia se expande infinitamente sin posibilidad de tocar un centro inexistente, ampliándose cada vez más en la multiplicidad de reflejos, se introduce un nuevo elemento que inmiscuye en la acción al mundo de la civilización, regido por las leyes de la oferta y la demanda. Nada ni nadie puede excluirse de ese mundo que abarca todos los aspectos de la vida en su voluntad de dominio, incluso las actividades que se suponían más privadas y personales se les exige el intercambio.
Quizá todo sería de otra manera si como Klossowski imagináramos otro mundo, el de Sade, por ejemplo. Inútil seguir la lógica de los movimientos que, de allí en adelante, configuran la acción. Hacia el final de nuestro agotador y cada vez más desconcertante paso por todas las incertidumbres y contradicciones que el mundo moderno nos ha impuesto, acudimos a esa meditación en busca de una respuesta para el enigma en que se ha convertido la vida a través de la infinita multiplicación de las perspectivas, las posibilidades y las estrategias fatales con las que el poder se emboza, desfigura, permea las conciencias y se transforma en algo apetecible, aunque nosotros mismos seamos víctimas de nuestro propio anhelo. Y es que la respuesta no está en la lógica, sino en el contenido de las intensidades. Ya no hay un principio ordenador, ni tampoco un límite para lo posible. La vida y la meditación sobre nuestro tiempo se hallan en el incesante movimiento que permite la continua repetición de los ecos en que podemos encontrarla.
Desde luego, ésta es una meditación afectada por los momentos en que vivimos, por esta suerte de eterna crisis, y en medio de discursos y palabras que no parecen conducir a nada sino al extravío de nuestro propio lenguaje. Porque la palabra es importante, siempre ha sido importante. Bastaron sólo un poco más de treinta siglos para darnos cuenta que el hombre es lenguaje, como dijeron dos de los más eminentes filósofos del siglo XX: Wittgenstein y Heidegger, aunque esto mismo lo hubieran señalado con precisión inaudita Heráclito y Platón.
La palabra, el logos, como decían los griegos... La palabra es ambigua, y no lo es tan sólo semánticamente, sino primordial y claramente existencial. Las ciencias del lenguaje han estudiado la historia de la palabra, pero ésta será siempre una historia fragmentaria, mientras la palabra se considere en sí misma y no se atienda a los fines que el hombre le propone. Porque nosotros sabemos que el hombre no inventó de una vez todas las formas de vida, en rigor, no pudo expresar de una vez esa enorme riqueza vital que sólo fue cobrando con el tiempo.
Los grados de este avance pueden fijarse en fechas históricas bastante precisas. La palabra, por ejemplo, que ha servido ya para muchos fines expresivos en Homero, sólo empieza con Solón a servir como instrumento político, cuando la ley se formula por escrito por primera vez. Y aunque hombres y mujeres se han amado mucho antes de Platón, la palabra sólo adquiere sentido de amor auténtico en ese maravillado y maravilloso diálogo llamado Simposio. La palabra, esta palabra que había tenido sentidos místicos y poderes mágicos, fines utilitarios y tonos heroicos, éticos y eróticos, se convirtió en la época sofística en un instrumento de poder y de dominio. El poder, acaso una de las dos únicas posibilidades humanas en las que se resume la existencia.
Pero quizá debiera decir que la historia del poder es tan vieja como el hombre. De hecho, diré una verdad de Perogrullo: el poder nace con el hombre, es una de las alternativas en las que el hombre se juega la existencia y para siempre. Ser y Poder son los dos hilos por los que se jalona nuestra vida concreta, esos hilos que las Parcas hilan, devanan y cortan para que al final, seamos uno y los mismos. El Señor Absoluto, como lo señalara Hegel, es quien nos iguala de nuestros afanes de ser o de poder, pero saberlo no cambia, en modo alguno, esos dos afanes de la vida humana.
De ellos dependen tantas actitudes nuestras, como los deseos, nuestras pasiones, nuestros amores, la concepción de la vida, nuestra forma de integrarnos a ella, de participar en ella, incluso hasta la mirada encarcelada con la que nos las habemos. De estos dos afanes vienen nuestros males pero también todos nuestros bienes, las riquezas y comodidades que tanto valoramos, la seguridad cuya pérdida nos hace temblar, el honor y el reconocimiento sin el que ni siquiera sabríamos lo que somos. Estos afanes son los que nos dan "unidad", es decir, orden, Ley, necesidad y muerte, pero también libertad en la seguridad, aplazamiento de lo inexorable y facilitamiento de lo necesario, quizá no del todo vida propiamente dicha pero sí ciertamente supervivencia.
Y, sin embargo, si nos centramos en el poder, de éste podemos decir que es un sueño: es una forma de encierro en soledad, es un principio de vida que rehusa la convivencia, es una forma de hablar que corta el diálogo. El poder por el poder es un contrasentido y la palabra convertida en un instrumento de poder es la más grave de las ambigüedades. Porque, si bien lo advertimos, en todos los demás usos la palabra es vínculo. La palabra expresa un mundo que nos es común, que todos compartimos incluso con nuestras discrepancias y por el que todos nos esforzamos solidariamente, vigilantes.
Pero el poder no se comparte, ni puede ser nunca lo común. El afán de dominio es por esencia discordante y anárquico. Mi poder es mi poder, el mío y de nadie más; su tendencia inherente es la de someter a todo poder ajeno, pues cualquier otro le resulta incompatible. El afán de poder me encierra en mí mismo y me priva a mí mismo de la paz del ánimo, tanto como a los demás, pues me obliga a permanecer siempre receloso y beligerante. Es este poder que me impide llegar a ser lo que soy o, mejor, el que me hace verme tal y como soy porque por el poder soy eso que soy.
Todos tenemos una imagen meramente negativa del poder: una imagen según la cual el poder coacciona, impide, prohibe, censura, niega, se impone, pero cabe la pregunta de si esto ha sido realmente el poder. Visto como coacción, límite, represión o como algo que se nos impone omnímodamente, no nos permite entender las distintas gramáticas de seducción que ejerce sobre los hombres. Lo que tendríamos que analizar y aislar es el ahí donde el ejercicio del poder se impone: el terreno de lo normal y de la normalización.
Lo que requerimos es otra imagen del poder, esa imagen de seducción que nos permita una reescritura, nos revele su gramática porque en nuestros días el poder produce cosas, induce placer, forma saber, genera discursos; por ello, al poder hay que considerarlo, Foucault dixit, como una red productiva que pasa a través del cuerpo social, mucho más que como una instancia negativa que tiene por función reprimir. Ya Foucault había señalado los cambios que el poder ha tenido o, cuando menos, los distintos rostros que el poder tiene en nuestro mundo contemporáneo, es decir, el poder no sólo es poder de Estado, lo cual equivale a que el tratamiento que le demos no debe ser investigarlo meramente en su localización central; de igual manera el develamiento o el señalamiento de quién detenta el poder puede resultar superfluo y, antes bien, lo que habría que investigar es cómo se ejerce; en este sentido, habría que comprender que el poder no se posee como un bien, sino que, antes bien, es una relación desigual que se ejerce, circula, funciona en cadena, reticular y transversalmente.
Por ello, el análisis debe seguir sus mismas vías de constitución de abajo hacia arriba y el poder global no es otra cosa más que el efecto terminal de todos los enfrentamientos minúsculos continuamente mantenidos. En torno a esos poderes no se forman ideologías porque el poder no actúa sólo represiva o ideológicamente sino produciendo lo real. De esta forma, es claro que las relaciones de poder no son exteriores a los procesos económicos, a las relaciones de conocimiento, etc. Más bien, es una materialidad productora.
Las relaciones de poder son a la vez intencionales y no subjetivas: hay cálculo, porque no hay poder que se ejerza sin una serie de miras y objetivos, al tiempo que señalaríamos que el poder no radica exclusivamente en el edificio jurídico ni en los aparatos de Estado sino en las formas de dominación que ejercen los operadores materiales de esa dominación y a las formas locales de sometimiento. Por ello, es claro que donde hay poder hay resistencia, y que el poder se da mediante estrategias.
En nuestros días, su medio eficaz es el conocimiento, es decir, el saber al servicio del poder; esta es la fórmula en que se resume la educación sofística de aquel tiempo y que se conecta directamente con el nuestro. A fin de cuentas son pocas las diferencias.
En este sentido, y aplicándonos a la política, podemos decir que la función del poder es producir una identidad en el espacio social. Por ello, es claro que no entiendo aquí por poder ninguna entidad misteriosa, sino simple y llanamente la capacidad de mando, la condición de que gozan determinadas personas e instituciones para establecer lo que ha de ser y no ha de ser la vida de las personas, incluso en contra de la voluntad de éstas, la posibilidad de dictar y revocar leyes, de marcar prohibiciones u obligaciones, de plantear el futuro y establecer los criterios ortodoxos de interpretación del presente y del pasado: muy especialmente, es la capacidad de disponer de la fuerza propia de otros hombres, de su capacidad de trabajo, de creación, de violencia o de habilidad para fines que esas personas no determinan y quizá no aprueban o de cuyos beneficios sólo gozan en forma mediata y parcial.
Ese poder es una suerte de fuerza separada de su nódulo motor, una fuerza que se alimenta de la impotencia relativa o total que provoca en las víctimas que se le someten. Porque la impotencia es el reverso necesario del poder: es el poder visto desde abajo, desde ese pequeño bote que su vertiginoso maëlstrom mantiene en órbita, desde cualquiera de los trabajosos logros de sudor y paciencia que su organización nos impone, hurtándonos por su imposición misma la fuerza necesaria para realizarlos venturosamente. La impotencia es el desvaído dibujo en tinta violeta pálida con que sella nuestra carne sometida el sello del poder. Pagamos con impotencia el mantenimiento del poder: el reflejo mismo del poder en nosotros, aquello que en nosotros se reclama partícipe del poder, ahí reside la clave de nuestra impotencia. Porque sólo podemos en tanto que hay poder, es decir, poder distinto de nosotros, reflejado en nosotros, poder distinto a nosotros que se manifiesta a través de nosotros. Decir que nosotros no podemos es otra forma de decir que sólo el poder puede: pero también equivale a decir que nosotros sólo podemos en tanto que participamos y sustentamos el poder.
Ya apuntábamos que el poder es lo separado que revierte coactivamente sobre nosotros. El poder es la hipóstasis de lo ajeno nuestra intimidad, de lo que enajena nuestra intimidad: la necesidad de lo necesario, lo que irremediablemente nos convierte en instrumentos sea de la especie, sea de la tribu, sea de la sociedad, de nuestra conservación o de cualquier idea. El poder nos asalta desde fuera, coactivamente, pero a la vez niega que podamos tener otro dentro que no sea la conciencia solidificada del poder.
Sigue estando fuera aun cuando sus órdenes parecen salirnos de dentro: nos secciona, nos divide, nos hace extraños y hostiles a nosotros mismos. Para mejor esclavizar la intimidad a lo ajeno, estampa lo ajeno en la intimidad por coacción. Nos identifica parcialmente con la necesidad que nos reduce a la impotencia y la sumisión instrumental: para mejor esclavizarnos, parece hacernos esclavos de nosotros mismos. Podríamos decir, incluso, que la impotencia se vuelve fascinada hacia el poder pues no imagina otra liberación que la conquista del poder; para dejar de ser impotencia quisiera convertirse en poder, sin advertir que ya es poder, que no es más que el rostro impotente de la separación que el poder conlleva.
Desde luego que el poder practica un dominio esencialmente coercitivo, basado en la instrumentación de lo dominado, en su conversión en cosa. El momento de la obediencia al poder convierte lo dominado en algo inerte, que funciona sin vivir. El pleno rendimiento lo da lo dominado, lo que se ha rendido al poder, como algo muerto, porque se basa en un acto de aquiescencia a lo exterior, a lo ajeno. No tiene lugar preguntarse si ese acto de aquiescencia o sumisión es voluntario en vez de impuesto, porque toda sumisión a lo ajeno es igualmente enajenante.
Existe, sin embargo, el caso del dominio que ejerce la fuerza, que vivifica lo dominado en lugar de cosificarlo, según el cual el poder encarnado en el aparato de Estado estaría subordinado a un modo de producción que sería su infraestructura. Pero el poder no es una mera superestructura. Toda economía supone unos mecanismos de poder inmiscuidos en ella. Y sin embargo, la traza mnémica que deja el ejercicio del poder nos lleva a la comprensión de que el poder es un espacio inmanente hecho de segmentos que se articula, se sobreteje, se yuxtapone. Porque el poder si bien actúa por medio de mecanismos de represión e ideología, éstas no son sino estrategias extremas del poder, que en ningún modo se contenta con impedir y excluir o hacer y ocultar. El poder, antes bien, como señalábamos líneas arriba, produce lo real, la producción de lo real que es lo mismo que la transformación técnica de los individuos
El ejemplo más claro de este dominio es el practicado por el artista sobre el objeto de su arte y sobre el admirador de la belleza al que se dirige: el dominio de Mozart sobre la armonía enriquece positivamente a la armonía misma y vivifica a quienes le escuchamos. Se trata de un dominio esencialmente creador, como el dominio que aspira a tener el amante sobre su amado (siempre emponzoñado por la tentación del poder, presente como nunca, como siempre, en lo amoroso), como el que se da en la amistad, ese otro terreno fértil del espectro amoroso en el compañerismo o en a solidaridad fraterna cuya abundancia derrota todo cálculo. La relación de dominio que establece la fuerza es siempre recíproca, reversible: la música revierte con dominio arrebatador sobre Mozart, el amor o la fraternidad en que ejerzo mi dominio retornan sobre mí para sumirme en la más viva y jubilosa esclavitud.
En la relación de dominio del poder, en cambio, el control se ejerce siempre en un solo sentido: lo dominado presta su calor vital al poder hasta quedar como instrumento inerte en sus manos y el helado espejo sólo devuelve un vago calorcillo protector semejante a una sentencia temporalmente suspendida, que se vive como impotencia y se paga en muerte necesaria. Con un juego semántico podríamos distinguir entre "poder" y "dominio", entendiendo "dominio" como aquella irradiación activa de la fuerza propia que no se alimenta de la impotencia de sus objetos sino de la sobreabundancia de riqueza que pone en ellos y que revierte de nuevo sobre el foco de actividad. Así es, como dijimos, el caso del artista, la relación recíproca de los amantes, la revelación que un maestro puede hacer a su discípulo, o la excelencia ética del héroe. No hace falta decir que nos movemos en el borde de una finura interpretativa incansablemente diferenciadora, es decir, arte, amor, enseñanza o heroísmo pueden convertirse en relaciones de poder/impotencia y quizá lo sean las más de las veces en el ámbito de la institución estatal.
Quisiera dejar bien claro que no digo en modo alguno que el poder, tal como lo he descrito, sea "malo". Sólo el poder puede dictaminar en términos absolutos lo universalmente válido o condenable. Porque el Poder al perder la justificación tradicional, fundamentalmente religiosa, por obra de la ilustración individualista nos quedó la violenta exigencia del Estado moderno inspirado por los mismos ilustrados para asegurar la cohesión del todo. Antes, la Ley estaba fundada fuera, más allá, en la trascendencia religiosa o en el tiempo mítico de la tradición inmemorial; ahora, es preciso fundar la Ley dentro, en lo cambiante. Esto trajo como consecuencia la inevitabilidad del surgimiento de la violencia, no sólo la coactiva de los siempre cuestionados y amenazados gobernantes, sino muy especialmente la subversiva de quienes se ven desgarrados por la plena postulación contradictoria de la libertad y la solidaridad. Ya nada justifica convincentemente y sin disputa la división social, la jerarquía, el mando: el poder pierde sus raíces.
El nacimiento del poder como algo separado en las sociedades anteriores a los estados propiamente dichos debió de comportar convulsiones sociales no menos violentas que las que hoy vivimos. El paso del principio organizador de la convivencia de un fuera intocable y mítico al dentro conquistable y manejable de lo político no pudo hacerse sin la más honda resquebrajadura de la vida social: debieron ser momentos de inaudito desamparo. Por ello podemos decir que el poder no es tanto el centro como la circunferencia de lo social, la fuerza que lo cierra en círculo sobre su propia necesidad de protección total. Desde la periferia, el poder administra hacia dentro la violencia natural que fluye libremente fuera: pero la convierte en universal, en Ley.
Antes, como ya dijimos, la Ley venía de un fondo impenetrable para la razón; cuando se hizo totalmente transparente, interior a la razón, el poder tuvo que rastrear más y más dentro de cada uno de los individuos en busca de la naturaleza una vez desterrada para extirparla definitivamente y poder hallar en el fondo más íntimo de cada corazón una aprobación racional a lo universal. El medio que utiliza contra la violencia natural que cada uno oculta es su propia violencia legislada, su perpetuo estado de guerra: y los hombres han descubierto que de esta violencia universal ya no hay ley alguna que proteja. Todos estamos en el círculo del poder y este parece ser inescapable.
Quien crea que fácilmente va a salir del círculo del poder o que esta expresión es sólo una forma enfática de simplificación, recuerde la fábula china del mono y Buda: A un mono vanidoso que alardeaba de su habilidad y agilidad sin límites, el Buda le desafió a que saliese fuera de su mano, prometiéndole en caso de lograrlo una gran recompensa. El mono dio un salto prodigioso y desapreció en lejanía. Cuando estuvo fatigado de tanto correr y le pareció haber llegado inconmensurablemente lejos, se detuvo; para dejar constancia de su hazaña, se aproximó a un grupo de cinco enormes árboles rosados que allí crecían y escribió bajo uno de ellos: "Hasta aquí llegó el más Inteligente". Luego se apresuró a volver y reclamó del Buda su bien ganada recompensa. "No ha lugar", le dijo éste, mostrándole su mano: en la base de su dedo medio se veía escrito el orgulloso alarde del mono.
En el campo de la comedia mental, donde el círculo de la experiencia se expande infinitamente sin posibilidad de tocar un centro inexistente, ampliándose cada vez más en la multiplicidad de reflejos, se introduce un nuevo elemento que inmiscuye en la acción al mundo de la civilización, regido por las leyes de la oferta y la demanda. Nada ni nadie puede excluirse de ese mundo que abarca todos los aspectos de la vida en su voluntad de dominio, incluso las actividades que se suponían más privadas y personales se les exige el intercambio.
Quizá todo sería de otra manera si como Klossowski imagináramos otro mundo, el de Sade, por ejemplo. Inútil seguir la lógica de los movimientos que, de allí en adelante, configuran la acción. Hacia el final de nuestro agotador y cada vez más desconcertante paso por todas las incertidumbres y contradicciones que el mundo moderno nos ha impuesto, acudimos a esa meditación en busca de una respuesta para el enigma en que se ha convertido la vida a través de la infinita multiplicación de las perspectivas, las posibilidades y las estrategias fatales con las que el poder se emboza, desfigura, permea las conciencias y se transforma en algo apetecible, aunque nosotros mismos seamos víctimas de nuestro propio anhelo. Y es que la respuesta no está en la lógica, sino en el contenido de las intensidades. Ya no hay un principio ordenador, ni tampoco un límite para lo posible. La vida y la meditación sobre nuestro tiempo se hallan en el incesante movimiento que permite la continua repetición de los ecos en que podemos encontrarla.
Desde luego, ésta es una meditación afectada por los momentos en que vivimos, por esta suerte de eterna crisis, y en medio de discursos y palabras que no parecen conducir a nada sino al extravío de nuestro propio lenguaje. Porque la palabra es importante, siempre ha sido importante. Bastaron sólo un poco más de treinta siglos para darnos cuenta que el hombre es lenguaje, como dijeron dos de los más eminentes filósofos del siglo XX: Wittgenstein y Heidegger, aunque esto mismo lo hubieran señalado con precisión inaudita Heráclito y Platón.
La palabra, el logos, como decían los griegos... La palabra es ambigua, y no lo es tan sólo semánticamente, sino primordial y claramente existencial. Las ciencias del lenguaje han estudiado la historia de la palabra, pero ésta será siempre una historia fragmentaria, mientras la palabra se considere en sí misma y no se atienda a los fines que el hombre le propone. Porque nosotros sabemos que el hombre no inventó de una vez todas las formas de vida, en rigor, no pudo expresar de una vez esa enorme riqueza vital que sólo fue cobrando con el tiempo.
Los grados de este avance pueden fijarse en fechas históricas bastante precisas. La palabra, por ejemplo, que ha servido ya para muchos fines expresivos en Homero, sólo empieza con Solón a servir como instrumento político, cuando la ley se formula por escrito por primera vez. Y aunque hombres y mujeres se han amado mucho antes de Platón, la palabra sólo adquiere sentido de amor auténtico en ese maravillado y maravilloso diálogo llamado Simposio. La palabra, esta palabra que había tenido sentidos místicos y poderes mágicos, fines utilitarios y tonos heroicos, éticos y eróticos, se convirtió en la época sofística en un instrumento de poder y de dominio. El poder, acaso una de las dos únicas posibilidades humanas en las que se resume la existencia.
Pero quizá debiera decir que la historia del poder es tan vieja como el hombre. De hecho, diré una verdad de Perogrullo: el poder nace con el hombre, es una de las alternativas en las que el hombre se juega la existencia y para siempre. Ser y Poder son los dos hilos por los que se jalona nuestra vida concreta, esos hilos que las Parcas hilan, devanan y cortan para que al final, seamos uno y los mismos. El Señor Absoluto, como lo señalara Hegel, es quien nos iguala de nuestros afanes de ser o de poder, pero saberlo no cambia, en modo alguno, esos dos afanes de la vida humana.
De ellos dependen tantas actitudes nuestras, como los deseos, nuestras pasiones, nuestros amores, la concepción de la vida, nuestra forma de integrarnos a ella, de participar en ella, incluso hasta la mirada encarcelada con la que nos las habemos. De estos dos afanes vienen nuestros males pero también todos nuestros bienes, las riquezas y comodidades que tanto valoramos, la seguridad cuya pérdida nos hace temblar, el honor y el reconocimiento sin el que ni siquiera sabríamos lo que somos. Estos afanes son los que nos dan "unidad", es decir, orden, Ley, necesidad y muerte, pero también libertad en la seguridad, aplazamiento de lo inexorable y facilitamiento de lo necesario, quizá no del todo vida propiamente dicha pero sí ciertamente supervivencia.
Y, sin embargo, si nos centramos en el poder, de éste podemos decir que es un sueño: es una forma de encierro en soledad, es un principio de vida que rehusa la convivencia, es una forma de hablar que corta el diálogo. El poder por el poder es un contrasentido y la palabra convertida en un instrumento de poder es la más grave de las ambigüedades. Porque, si bien lo advertimos, en todos los demás usos la palabra es vínculo. La palabra expresa un mundo que nos es común, que todos compartimos incluso con nuestras discrepancias y por el que todos nos esforzamos solidariamente, vigilantes.
Pero el poder no se comparte, ni puede ser nunca lo común. El afán de dominio es por esencia discordante y anárquico. Mi poder es mi poder, el mío y de nadie más; su tendencia inherente es la de someter a todo poder ajeno, pues cualquier otro le resulta incompatible. El afán de poder me encierra en mí mismo y me priva a mí mismo de la paz del ánimo, tanto como a los demás, pues me obliga a permanecer siempre receloso y beligerante. Es este poder que me impide llegar a ser lo que soy o, mejor, el que me hace verme tal y como soy porque por el poder soy eso que soy.
Todos tenemos una imagen meramente negativa del poder: una imagen según la cual el poder coacciona, impide, prohibe, censura, niega, se impone, pero cabe la pregunta de si esto ha sido realmente el poder. Visto como coacción, límite, represión o como algo que se nos impone omnímodamente, no nos permite entender las distintas gramáticas de seducción que ejerce sobre los hombres. Lo que tendríamos que analizar y aislar es el ahí donde el ejercicio del poder se impone: el terreno de lo normal y de la normalización.
Lo que requerimos es otra imagen del poder, esa imagen de seducción que nos permita una reescritura, nos revele su gramática porque en nuestros días el poder produce cosas, induce placer, forma saber, genera discursos; por ello, al poder hay que considerarlo, Foucault dixit, como una red productiva que pasa a través del cuerpo social, mucho más que como una instancia negativa que tiene por función reprimir. Ya Foucault había señalado los cambios que el poder ha tenido o, cuando menos, los distintos rostros que el poder tiene en nuestro mundo contemporáneo, es decir, el poder no sólo es poder de Estado, lo cual equivale a que el tratamiento que le demos no debe ser investigarlo meramente en su localización central; de igual manera el develamiento o el señalamiento de quién detenta el poder puede resultar superfluo y, antes bien, lo que habría que investigar es cómo se ejerce; en este sentido, habría que comprender que el poder no se posee como un bien, sino que, antes bien, es una relación desigual que se ejerce, circula, funciona en cadena, reticular y transversalmente.
Por ello, el análisis debe seguir sus mismas vías de constitución de abajo hacia arriba y el poder global no es otra cosa más que el efecto terminal de todos los enfrentamientos minúsculos continuamente mantenidos. En torno a esos poderes no se forman ideologías porque el poder no actúa sólo represiva o ideológicamente sino produciendo lo real. De esta forma, es claro que las relaciones de poder no son exteriores a los procesos económicos, a las relaciones de conocimiento, etc. Más bien, es una materialidad productora.
Las relaciones de poder son a la vez intencionales y no subjetivas: hay cálculo, porque no hay poder que se ejerza sin una serie de miras y objetivos, al tiempo que señalaríamos que el poder no radica exclusivamente en el edificio jurídico ni en los aparatos de Estado sino en las formas de dominación que ejercen los operadores materiales de esa dominación y a las formas locales de sometimiento. Por ello, es claro que donde hay poder hay resistencia, y que el poder se da mediante estrategias.
En nuestros días, su medio eficaz es el conocimiento, es decir, el saber al servicio del poder; esta es la fórmula en que se resume la educación sofística de aquel tiempo y que se conecta directamente con el nuestro. A fin de cuentas son pocas las diferencias.
En este sentido, y aplicándonos a la política, podemos decir que la función del poder es producir una identidad en el espacio social. Por ello, es claro que no entiendo aquí por poder ninguna entidad misteriosa, sino simple y llanamente la capacidad de mando, la condición de que gozan determinadas personas e instituciones para establecer lo que ha de ser y no ha de ser la vida de las personas, incluso en contra de la voluntad de éstas, la posibilidad de dictar y revocar leyes, de marcar prohibiciones u obligaciones, de plantear el futuro y establecer los criterios ortodoxos de interpretación del presente y del pasado: muy especialmente, es la capacidad de disponer de la fuerza propia de otros hombres, de su capacidad de trabajo, de creación, de violencia o de habilidad para fines que esas personas no determinan y quizá no aprueban o de cuyos beneficios sólo gozan en forma mediata y parcial.
Ese poder es una suerte de fuerza separada de su nódulo motor, una fuerza que se alimenta de la impotencia relativa o total que provoca en las víctimas que se le someten. Porque la impotencia es el reverso necesario del poder: es el poder visto desde abajo, desde ese pequeño bote que su vertiginoso maëlstrom mantiene en órbita, desde cualquiera de los trabajosos logros de sudor y paciencia que su organización nos impone, hurtándonos por su imposición misma la fuerza necesaria para realizarlos venturosamente. La impotencia es el desvaído dibujo en tinta violeta pálida con que sella nuestra carne sometida el sello del poder. Pagamos con impotencia el mantenimiento del poder: el reflejo mismo del poder en nosotros, aquello que en nosotros se reclama partícipe del poder, ahí reside la clave de nuestra impotencia. Porque sólo podemos en tanto que hay poder, es decir, poder distinto de nosotros, reflejado en nosotros, poder distinto a nosotros que se manifiesta a través de nosotros. Decir que nosotros no podemos es otra forma de decir que sólo el poder puede: pero también equivale a decir que nosotros sólo podemos en tanto que participamos y sustentamos el poder.
Ya apuntábamos que el poder es lo separado que revierte coactivamente sobre nosotros. El poder es la hipóstasis de lo ajeno nuestra intimidad, de lo que enajena nuestra intimidad: la necesidad de lo necesario, lo que irremediablemente nos convierte en instrumentos sea de la especie, sea de la tribu, sea de la sociedad, de nuestra conservación o de cualquier idea. El poder nos asalta desde fuera, coactivamente, pero a la vez niega que podamos tener otro dentro que no sea la conciencia solidificada del poder.
Sigue estando fuera aun cuando sus órdenes parecen salirnos de dentro: nos secciona, nos divide, nos hace extraños y hostiles a nosotros mismos. Para mejor esclavizar la intimidad a lo ajeno, estampa lo ajeno en la intimidad por coacción. Nos identifica parcialmente con la necesidad que nos reduce a la impotencia y la sumisión instrumental: para mejor esclavizarnos, parece hacernos esclavos de nosotros mismos. Podríamos decir, incluso, que la impotencia se vuelve fascinada hacia el poder pues no imagina otra liberación que la conquista del poder; para dejar de ser impotencia quisiera convertirse en poder, sin advertir que ya es poder, que no es más que el rostro impotente de la separación que el poder conlleva.
Desde luego que el poder practica un dominio esencialmente coercitivo, basado en la instrumentación de lo dominado, en su conversión en cosa. El momento de la obediencia al poder convierte lo dominado en algo inerte, que funciona sin vivir. El pleno rendimiento lo da lo dominado, lo que se ha rendido al poder, como algo muerto, porque se basa en un acto de aquiescencia a lo exterior, a lo ajeno. No tiene lugar preguntarse si ese acto de aquiescencia o sumisión es voluntario en vez de impuesto, porque toda sumisión a lo ajeno es igualmente enajenante.
Existe, sin embargo, el caso del dominio que ejerce la fuerza, que vivifica lo dominado en lugar de cosificarlo, según el cual el poder encarnado en el aparato de Estado estaría subordinado a un modo de producción que sería su infraestructura. Pero el poder no es una mera superestructura. Toda economía supone unos mecanismos de poder inmiscuidos en ella. Y sin embargo, la traza mnémica que deja el ejercicio del poder nos lleva a la comprensión de que el poder es un espacio inmanente hecho de segmentos que se articula, se sobreteje, se yuxtapone. Porque el poder si bien actúa por medio de mecanismos de represión e ideología, éstas no son sino estrategias extremas del poder, que en ningún modo se contenta con impedir y excluir o hacer y ocultar. El poder, antes bien, como señalábamos líneas arriba, produce lo real, la producción de lo real que es lo mismo que la transformación técnica de los individuos
El ejemplo más claro de este dominio es el practicado por el artista sobre el objeto de su arte y sobre el admirador de la belleza al que se dirige: el dominio de Mozart sobre la armonía enriquece positivamente a la armonía misma y vivifica a quienes le escuchamos. Se trata de un dominio esencialmente creador, como el dominio que aspira a tener el amante sobre su amado (siempre emponzoñado por la tentación del poder, presente como nunca, como siempre, en lo amoroso), como el que se da en la amistad, ese otro terreno fértil del espectro amoroso en el compañerismo o en a solidaridad fraterna cuya abundancia derrota todo cálculo. La relación de dominio que establece la fuerza es siempre recíproca, reversible: la música revierte con dominio arrebatador sobre Mozart, el amor o la fraternidad en que ejerzo mi dominio retornan sobre mí para sumirme en la más viva y jubilosa esclavitud.
En la relación de dominio del poder, en cambio, el control se ejerce siempre en un solo sentido: lo dominado presta su calor vital al poder hasta quedar como instrumento inerte en sus manos y el helado espejo sólo devuelve un vago calorcillo protector semejante a una sentencia temporalmente suspendida, que se vive como impotencia y se paga en muerte necesaria. Con un juego semántico podríamos distinguir entre "poder" y "dominio", entendiendo "dominio" como aquella irradiación activa de la fuerza propia que no se alimenta de la impotencia de sus objetos sino de la sobreabundancia de riqueza que pone en ellos y que revierte de nuevo sobre el foco de actividad. Así es, como dijimos, el caso del artista, la relación recíproca de los amantes, la revelación que un maestro puede hacer a su discípulo, o la excelencia ética del héroe. No hace falta decir que nos movemos en el borde de una finura interpretativa incansablemente diferenciadora, es decir, arte, amor, enseñanza o heroísmo pueden convertirse en relaciones de poder/impotencia y quizá lo sean las más de las veces en el ámbito de la institución estatal.
Quisiera dejar bien claro que no digo en modo alguno que el poder, tal como lo he descrito, sea "malo". Sólo el poder puede dictaminar en términos absolutos lo universalmente válido o condenable. Porque el Poder al perder la justificación tradicional, fundamentalmente religiosa, por obra de la ilustración individualista nos quedó la violenta exigencia del Estado moderno inspirado por los mismos ilustrados para asegurar la cohesión del todo. Antes, la Ley estaba fundada fuera, más allá, en la trascendencia religiosa o en el tiempo mítico de la tradición inmemorial; ahora, es preciso fundar la Ley dentro, en lo cambiante. Esto trajo como consecuencia la inevitabilidad del surgimiento de la violencia, no sólo la coactiva de los siempre cuestionados y amenazados gobernantes, sino muy especialmente la subversiva de quienes se ven desgarrados por la plena postulación contradictoria de la libertad y la solidaridad. Ya nada justifica convincentemente y sin disputa la división social, la jerarquía, el mando: el poder pierde sus raíces.
El nacimiento del poder como algo separado en las sociedades anteriores a los estados propiamente dichos debió de comportar convulsiones sociales no menos violentas que las que hoy vivimos. El paso del principio organizador de la convivencia de un fuera intocable y mítico al dentro conquistable y manejable de lo político no pudo hacerse sin la más honda resquebrajadura de la vida social: debieron ser momentos de inaudito desamparo. Por ello podemos decir que el poder no es tanto el centro como la circunferencia de lo social, la fuerza que lo cierra en círculo sobre su propia necesidad de protección total. Desde la periferia, el poder administra hacia dentro la violencia natural que fluye libremente fuera: pero la convierte en universal, en Ley.
Antes, como ya dijimos, la Ley venía de un fondo impenetrable para la razón; cuando se hizo totalmente transparente, interior a la razón, el poder tuvo que rastrear más y más dentro de cada uno de los individuos en busca de la naturaleza una vez desterrada para extirparla definitivamente y poder hallar en el fondo más íntimo de cada corazón una aprobación racional a lo universal. El medio que utiliza contra la violencia natural que cada uno oculta es su propia violencia legislada, su perpetuo estado de guerra: y los hombres han descubierto que de esta violencia universal ya no hay ley alguna que proteja. Todos estamos en el círculo del poder y este parece ser inescapable.
Quien crea que fácilmente va a salir del círculo del poder o que esta expresión es sólo una forma enfática de simplificación, recuerde la fábula china del mono y Buda: A un mono vanidoso que alardeaba de su habilidad y agilidad sin límites, el Buda le desafió a que saliese fuera de su mano, prometiéndole en caso de lograrlo una gran recompensa. El mono dio un salto prodigioso y desapreció en lejanía. Cuando estuvo fatigado de tanto correr y le pareció haber llegado inconmensurablemente lejos, se detuvo; para dejar constancia de su hazaña, se aproximó a un grupo de cinco enormes árboles rosados que allí crecían y escribió bajo uno de ellos: "Hasta aquí llegó el más Inteligente". Luego se apresuró a volver y reclamó del Buda su bien ganada recompensa. "No ha lugar", le dijo éste, mostrándole su mano: en la base de su dedo medio se veía escrito el orgulloso alarde del mono.
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